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Papa Francisco: La familia no puede durar sin perdón

Perdón

© YouthQuake Live

Aleteia Team - publicado el 04/11/15

Audiencia general de hoy en la Plaza de San Pedro

Queridos hermanos y hermanas, buenos días

La Asamblea del Sínodo de los Obispos, que concluyó hace poco, reflexionó a fondo sobre la vocación y la misión de la familia en la vida de la Iglesia y de la sociedad contemporánea. Ha sido un evento de gracia. Al término, los padres sinodales me entregaron el texto de sus conclusiones. He querido que este texto fuera publicado, para que todos fueran partícipes del trabajo que nos ha visto empeñados juntos durante dos años. No es este el momento de examinar tales conclusiones, sobre las cuales yo mismo debo meditar.

Mientras tanto, sin embargo, la vida no se detiene, en particular la vida de las familias no se detiene. Vosotros, queridas familias, estáis siempre en camino. Y escribís continuamente en las páginas de la vida concreta la belleza del evangelio de la familia. En un mundo que a veces se vuelve árido de vida y de amor, vosotros cada día habláis del gran don que son el matrimonio y la familia.

Hoy quisiera subrayar este aspecto: que la familia es una gran palestra de entrenamiento al don y al perdón recíproco, la familia es una gran palestra de entrenamiento al don y al perdón recíproco, sin el cual ningún amor puede durar mucho, sin donarse y sin perdonarse, el amor no permanece, no dura. En la oración que Él mismo nos enseñó – el Padre Nuestro – Jesús nos hace pedir al Padre: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden “. Y al final comenta: “Si vosotros perdonáis a los demás sus culpas, vuestro Padre que está en los cielos también perdonará vuestras culpas; pero si vosotros no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas” (Mt 6,12.14-15). No se puede vivir sin perdonarse, o al menos no se puede vivir bien, especialmente en la familia. Cada día cometemos errores unos con otros. Debemos tener en cuenta de estos errores, debidos a nuestra fragilidad y a nuestro egoísmo. Lo que se nos pide, sin embargo, es curar en seguida las heridas que nos hacemos, restaurar inmediatamente los hilos que rompemos en la familia. Si esperamos demasiado, todo se hace más difícil. Y hay un secreto sencillo para curar las heridas y para deshacer las acusaciones: es éste, no dejar terminar el día sin pedirse perdón, sin hacer las paces entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas … entre nuera y suegra. Si aprendemos a pedirnos en seguida perdón y a perdonarnos mutuamente, curan las heridas, el matrimonio se robustece, y la familia se vuelve una casa cada vez más sólida, que resiste a los embates de nuestras pequeñas y grandes maldades. Y por esto no es necesario hacer grandes discursos, es suficiente una caricia y todo vuelve a empezar. Pero no acabar la jornada en guerra, ¿entendido?

Si aprendemos a vivir así en familia, lo haremos también fuera, allí donde nos encontremos. Es fácil ser escépticos con esto. Muchos– también entre los cristianos – piensan que es una exageración. Se dice: sí, son palabras bonitas, pero es imposible ponerlas en práctica. Pero gracias a Dios no es así. De hecho, es precisamente recibiendo el perdón de Dios como, a nuestra vez, somos capaces de perdón hacia los demás. Por esto Jesús nos hace repetir estas palabras cada vez que repetimos la oración del Padre Nuestro, es decir, cada día. Y es indispensable que, en una sociedad a veces despiadada, hayan lugares, como la familia, donde aprender a perdonarse unos a otros.

El Sínodo ha reavivado nuestra esperanza también sobre esto: forma parte de la vocación y de la misión de la familia la capacidad de perdonar y de perdonarse. La práctica del perdón no solo salva a las familias de la división, sino que las hace capaces de ayudar a la sociedad a ser menos mala y menos cruel. Sí, cada gesto de perdón repara la casa de las grietas y refuerza sus muros. La Iglesia, queridas familias, siempre está cerca de vosotras para ayudaros a construir vuestra casa sobre la roca de la que habló Jesús. Y no olvidemos estas palabras que preceden inmediatamente la parábola de la casa: “No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre”. Y añade: muchos me dirán ese día: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y echado demonios en tu nombre? Pero yo les declararé: No os conozco” (cfr Mt 7,21-23). Es una palabra fuerte, no hay duda, que tiene como fin sacudirnos y llamarnos a la conversión.

Os aseguro, queridas familias cristianas, que si sois capaces de caminar cada vez más decididamente por el camino de las Bienaventuranzas, aprendiendo y enseñando a perdonaros recíprocamente, en toda la gran familia de la Iglesia crecerá la capacidad de dar testimonio de la fuerza renovadora del perdón de Dios. Al contrario, haremos predicaciones incluso bellísimas, y quizás expulsemos algún diablo, pero al final el Señor no nos reconocerá como sus discípulos, porque no hemos tenido la capacidad de perdonar y de hacernos perdonar por los demás.

Verdaderamente las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad de hoy, y también por la Iglesia. Por esto deseo que en el Jubileo de la misericordia las familias redescubran el tesoro del perdón mutuo. Oremos para que las familias sean cada vez más capaces de vivir y de construir caminos concretos de reconciliación, donde nadie se sienta abandonado al peso de sus culpas.

Y con esta intención, digamos juntos: “Padre nuestro, perdonanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Digámoslo juntos: “Padre nuestro, perdonanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Gracias

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