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La enfermedad como presagio de muerte

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Pascal Deloche / Godong | Ref:557

Fr Robert McTeigue - publicado el 02/11/15

“No hay nadie y ni nada en este mundo a lo que pueda aferrarme indefinidamente en esta vida”

“Hola a todos, vamos todos al hospital”. ¿No sería divertido? Nadie dice eso nunca. ¿Por qué?

No son sólo las extrañas y desagradables señales, sonidos y olores del hospital. En el fondo, evitamos los hospitales –ese depósito para los enfermos y moribundos, heridos y dolientes– porque aquellos cuerpos estropeados y almas necesitadas nos recuerdan nuestra propia vulnerabilidad.

Y nos resulta insoportable.

No queremos esos vívidos recordatorios de nuestras propias inevitables pérdidas y sufrimientos, que tienen como resultado la muerte.

Evitar los hospitales es como silbar habiendo pasado el cementerio, intentamos no pensar que terminaremos ahí.

Pienso en estas cosas porque recientemente recibí una sacudida en términos de mi propia salud. Cuando pienso que pasaré más tiempo entre médicos de lo que me gustaría, sé que, durante algún tiempo, mis queridos amigos, los lugares familiares y las pertenencias que aprecio estarán lejos de mí.

Siento que mis manos se alejan de aquellas cosas que querría tener cerca. Y recuerdo que no hay nadie ni nada en este mundo a lo que pueda aferrarme indefinidamente en esta vida. Al final, tendré que dejar ir a todos y todo.

La enfermedad, incluso la que no es terminal, puede ser una experiencia de pobreza y un presagio de muerte.

He sido misionero en el Tercer Mundo, por lo que puedo decir que nunca he sido realmente pobre. Nunca me ha faltado lo que realmente he necesitado.

Pero como ahora estoy más atento a mi salud, me falta lo que querría realmente: la gente, los lugares y las cosas que han hecho mi vida tan rica.

Esta carencia es una especie de pobreza, al menos en un sentido espiritual. Esta pobreza es dolorosa, claramente, pero si pongo de mi parte, puede ser también redentora. Libera un espacio en mi corazón y en mi día que puede ser llenado con Dios de formas nuevas.

Es un tipo de pobreza que me recuerda lo que puedo perder (gente, lugares y cosas) y lo que no puedo perder, es decir, a Dios. Por eso la pobreza proveniente de la enfermedad es un recordatorio del pecado y un presagio de muerte.

A veces, la enfermedad es provocada por el pecado, por ejemplo si manejo descuidadamente y termino herido. Y a veces nadie es responsable por la enfermedad; es decir, a veces el cuerpo simplemente se lastima o deteriora.

La enfermedad puede ser comparada con el pecado de la siguiente manera: ambos pueden producir pérdida. La enfermedad puede ocasionar la muerte del cuerpo; el pecado puede provocar la pérdida de la vida eterna con Dios.

Al vivir la enfermedad y experimentar el dolor consecuente de la pérdida de amores humanos y bienes valiosos, uno debería pensar también en la mayor y catastrófica pérdida: la de la vida eterna con Dios.

Sólo el pecado impenitente puede provocar la más terrible e incomparable de las pérdidas.

A medida que somos alejados de nuestro entorno familiar, las personas, las cosas y los lugares que nos reconfortan, haremos bien en considerar con reverencia, horror y esperanza si enfrentaremos la mayor privación de todas, es decir, la pérdida de la vida eterna con Dios.

A la luz de la posibilidad real de esa pérdida definitiva e incomparable como resultado del pecado, que la Divina Providencia nos recuerda a través de la enfermedad y la pobreza, podemos considerar nuevamente la exhortación de san Pablo:

Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación” (Flp 2,12).

Lo que he aprendido de la gente que ha sufrido fructíferamente serias y crónicas enfermedades es que hay momentos en que uno tiene que echar mano de la familia e incluso del futuro.

Uno tiene que dejar ir los recursos y planes que ha dado por sentado. Tiene que tomar la decisión de permanecer firmemente atento al presente nada más, donde las gracias e invitaciones de Dios se encuentran.

Ese dejar ir es una especie de pobreza, donde uno es obligado a aprender (o reaprender) cómo orar con las manos vacías.

Ese dejar ir puede ser una especie de poda, que reduce el pecado y los bienes menores, para dejar espacio a los bienes mayores, y finalmente el bien mayor, que es la vida eterna en la presencia de Dios.

Dios es tan grande que puede tomar tres señales de muerte – enfermedad, pobreza y pecado – y usarlas para nuestro beneficio.

San Pablo escribió:

Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio” (Rm 8,28).

Oremos por lo que están enfermos, por aquellos que los tratan y aquellos que los aman, para que juntos encuentren a la sabiduría y el consuelo de Dios.

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