La vida cristiana puede volverse una vida sin vida si sólo la vemos como un ejercicio de manejo del pecado“Ningún niño viene con manual de instrucciones, sabes”; eso decía frecuentemente mi papá, especialmente si cuestionábamos sus decisiones sobre cómo fuimos criados. Todos mis amigos que tienen hijos han usado esa frase o algo parecido. Me parece que ser padre requiere constantes malabarismos de reflexiones y preocupaciones.
Por eso no me sorprende cuando los papás batallan para hacer lo mejor: de la misma manera que no me sorprende que los papás a menudo batallen para saber qué es lo correcto. A menudo un montón de sentido común y un poco de sabiduría profunda son necesarias, y un compromiso duradero de atención e intervención.
Los padres diligentes nunca tienen el día libre, el cuidado y la preocupación no paran. Sin embargo, después de 20 años de enseñar en la universidad, me sorprende cuando veo jóvenes adultos excepcionales cuyos padres parecen tener poca o ninguna idea de cuán buenos son sus maduros hijos.
He conocido estudiantes honorables, virtuosos, talentosos, muy maduros para su edad, con una profunda bondad, sin embargo sus padres parecen estar ciegos ante la loabilidad de sus hijos. A veces he visto esa ceguera, sin embargo la oigo más de los mismos estudiantes.
Mencioné esto a un querido amigo y vecino (he visto que él y su esposa son bastante buenos padres). “¿Cómo puede ser posible?”, me pregunté. “¿Cómo estos padres pueden pasar por alto o ser indiferentes ante la bondad de sus jóvenes hijos?”. Sonrió ante mi pregunta y respondió: “Puedo entender eso. Es bastante fácil de explicar”.
Mi amigo dijo que como papás, existe una constante preocupación de corregir, dar lecciones, mejorar, dirigir, y controlar. Claro, esos esfuerzos son necesarios. Pero ser tan diligente conlleva un riesgo: ver a tu hijo como un problema a resolver, una condición que manejar, o como una especie de accidente a punto de ocurrir.
Esa estrechez de miras puede ser peligrosa. Se corre el riesgo de que el hijo se perciba a sí mismo como una constante desilusión para sus padres, y se corre el riesgo de que los padres fallen en mirar las cosas buenas de sus propios hijos. Creo que todas esas dificultades tienen raíces espirituales.
Mucha gente que conozco ve su vida cristiana en primer lugar como un ejercicio de manejo del pecado. El pecado no debe trivializarse claramente, pero si el discipulado es visto sólo para determinar el cumplimiento del examen final (esto es, juicio divino), entonces la vida cristiana puede volverse una vida sin vida.
Dios es visto como un auditor y no un padre, nuestro discipulado se basa en la ansiedad y el remordimiento en lugar de en la adopción. Vivir de esa manera, por supuesto, es tan infructífero como agotador.
Mi miedo es que a veces tomamos nuestra atrofiada visión de un Dios sin amor y lo imitamos en alguna medida mientras criamos a nuestros hijos. Nos parece que Dios siempre está enojado; a nuestros hijos les parecemos siempre enojados.
Dios parece encontrar culpa y desilusión en nosotros; lo mismo pasa con nuestros hijos. Dios parece nunca estar satisfecho o contento con nosotros; parece que nosotros nunca estamos contentos o satisfechos con nuestros hijos. Y así como nos resulta opresivo vivir bajo el aparente y constante regaño de Dios, también nuestros hijos encuentran opresivo vivir bajo el nuestro.
Por amor de Dios y de nuestros hijos (jóvenes o grandes) a nuestro cargo, debemos esforzarnos por tener nuestra distorsionada visión de Dios corregida y sanada. Recomiendo dos buenos libros para ayudar a facilitar ese proceso. Fathered by God y The Furious Longing of God son un buen comienzo. (En español, el libro Niños ante Dios, n.d.e.)
Si logramos ver que no sólo tenemos que responder ante Dios sino que somos llamados por Él, por nuestro nombre, a su reino y a su corazón, entonces seremos menos propensos a tambalearnos bajo el peso de creer que Dios nos mira con ojo crítico y no con ojos de padre.
Si logramos ver que nuestro padre celestial disfruta al amarnos, podremos empezar a comunicar a nuestros hijos, jóvenes o grandes, que disfrutamos amando.
Mientras tanto, sigo rezando para que los padres de algunos magníficos estudiantes de la universidad queden deslumbrados y maravillados por lo buenos jóvenes que se han vuelto sus hijos.