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10 cosas que he aprendido tras la muerte de mi hijo

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Dolors Massot - publicado el 30/10/15

“Soy una persona nueva, soy mejor persona…”

La muerte de un hijo es, sino el mayor dolor, uno de los mayores sufrimientos a los que una persona se puede enfrentar en la vida. Así lo transmiten quienes han padecido la marcha del ser al que habían dado la vida. Contra todo pronóstico, ha fallecido antes el hijo que los padres y eso es algo para lo que nunca nadie está preparado.

¿Cómo afrontar la muerte del hijo desde una perspectiva de fe?

El sacerdote José Moreno Losada, de la archidiócesis de Mérida-Badajoz y profesor de la Universidad de Extremadura, escribió hace 6 años un artículo en el que narraba su encuentro con padres en duelo.

Un matrimonio amigo suyo que había perdido a su hijo único lo invitó a dar una sesión en el grupo de duelo “Por ellos”, un organización aconfesional pero acompañada por sacerdotes católicos. Los asistentes eran hombres y mujeres de todo tipo y condición, creyentes y no creyentes, pero les unía el desgarro que había provocado en su vida la pérdida del hijo o la hija.

Así fue como Moreno elaboró un decálogo, no ya desde la teoría de sus clases en la Universidad, donde habla del tema de la muerte, sino con un enfoque muy realista y de empatía con la persona que sufre.

Estos diez puntos recogen las respuestas de aquellos padres y madres, y las unen a la fe en Cristo, muerto en la Cruz y Resucitado:

Me he dado cuenta de la fragilidad humana.

Frente a todas las diferencias que marcamos en lo social, en lo económico, en lo político…, somos todos muy frágiles; en minutos podemos quedarnos en nada, y todo aquello que parecía algo se desvanece. Vivir sabiendo que todos somos frágiles y que todos necesitamos de todos es fundamental. Cuando nos amamos en la fragilidad, encontramos una razón para la alegría. No huyas de la fragilidad, abrázala en ti y en los demás, y únete para ser fuerte: “Se despojó de su rango, haciéndose uno de tantos, llegando incluso a la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 7-8).

Me he hecho compasiva.

Antes me dolían algunas cosas, las muy mías; ahora, ante el dolor, no puedo pasar de largo, cualquier dolor me llama y quiero estar junto a él; se ha desarrollado en mi persona la verdadera compasión; deseo estar junto a los que sufren y ser alivio, compartiendo su camino y su carga; cuando lo hago, la compasión me cura y me sana, y, sobre todo, me consuela. El dolor es un dolor para el encuentro y para la fraternidad, para el amor, para la compasión. Solo la compasión nos hace felices; sin compasión no hay alegría, ahí está la perfección de Dios: “Sed compasivos como vuestro Padre celestial es compasivo” (Lc 6, 36).

Soy una persona nueva, soy mejor persona.

La muerte de mi hijo me ha hecho mejor. Miro una foto antes de su muerte en la que estoy junto a una planta crecida y querida, y una imagen de la Virgen, y dialogo como con otro; ahora tengo otro modo de mirar la vida, de ser. Si yo con mi amor limitado y mortal deseo la vida de mi hijo, sé que solo el Dios de la vida, el eterno, el del amor pleno y creador, podrá responder a este deseo que yo tengo con respecto a mis seres queridos: “Te amaré eternamente”.

Solo en Él podrá ser posible permanecer en el amor, más allá de la propia muerte. Por eso deseo amor, ser mejor, porque entiendo que es el camino de la vida y del encuentro el que vence a la muerte: “Solo el amor es más fuerte que la muerte”.

Ha cambiado mi escala de valores.

Lo que parecía lo fundamental y central de la vida ha quedado relegado a un segundo plano. ¿Para qué sirve tener, atesorar, saber más, el éxito…? Nada de esto es comparable al amor, a la vida sencilla y diaria, a la relación, a la familia, al encuentro querido y amigable.

Es fundamental distinguir la necesidad, el deseo y el capricho. Distinguir lo auténtico, lo que permanece, de lo pasajero, de lo que caduca: “Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la carcoma…” (Mt 6, 19).

No nos educan ni educamos en la verdad.

Ocultamos la muerte, nos engañamos, sería la primera lección que deberíamos aprender de la vida: nos vamos a morir, podemos morir en cualquier momento, nuestros seres queridos se pueden ir… Solo así podríamos encajar mejor la realidad de la muerte en la vida. Y eso nos llevaría a mirar la vida –cada día, cada minuto…– como un encuentro con su valor único y trascendente; a valorar el verdadero tesoro de la vida que traemos entre manos: la construcción como personas en el amor verdadero.

Solo por el camino de la autenticidad se llega a la paz interior que produce alegría. Solo los limpios de corazón verán a Dios: “Dichosos los limpios de corazón…” (Mt 5, 8); “que vuestro hablar sea sí, sí, y no, no” (Mt 5, 37).

Se puede morir por amor.

Se puede llegar a amar tanto que uno no resista no poder amar o no ser amado, pero, por contra, es malo no iniciarse en la aceptación del fracaso, del dolor y de la dificultad. La vida también tiene sus componentes de limitación, de creaturidad, de dolor y de fracaso. Integrarlos y superarlos es saber vivir.

No podemos educar escondiendo el dolor y el fracaso, sino ayudando a vivirlo. Ante el fracaso del hijo perdido, tenemos que seguir amando y viviendo, consolando y construyendo, porque sigue habiendo razones de vida y de apuesta por lo que queda de relación, de historia, de familia, de trabajo. Al amado lo reconstruimos si lo tenemos presente haciendo la vida desde lo positivo y apostando por aquello que nos deseaba desde su amor.

El amor integra el fracaso: “El que quiera venir conmigo que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga”, “el que quiera ganar su vida la perderá, el que esté dispuesto a perderla la encontrará” (Mt 16, 24ss).

Su debilidad nos fortaleció.

Nuestro hijo nos preparó para su muerte. Ante nuestro grito de que por qué él, se levantó en el hospital madrileño, señaló a todos los de la unidad oncológica que le estaban rodeando en la sala y preguntó con tono alto y compasivo: “¿Y por qué todos ellos…?”. Todos tenemos que morir, y tenemos que saber hacerlo. Nosotros nos sentimos unidos a él, y estar en la asociación es algo que nos ayuda a vivir como él quería que lo hiciéramos.

La debilidad escondida causa tristeza, la debilidad aceptada y compartida lleva a la fuerza de la alegría que nadie puede quitar: “Siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8, 9).

Me siento más cerca de Dios.

La muerte de mi hijo me ha acercado a Dios y me ha hecho más religiosa. En él encuentro paz y consuelo, él también se agarró a Cristo cuando le tocó la ceguera y el dolor en su enfermedad. Y sentía su ayuda, y nos animó a ser más religiosos.

Ahora, más que pedirle a Dios, me siento unida a Él, a su crucifixión, a su imagen de las caídas… Y siento su compañía y su ánimo: “Estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

Un modo nuevo de relacionarme y de valorar las relaciones.

Ahora el catedrático y el albañil tienen los mismos sentimientos, pueden sentarse a la misma mesa y compartir el mismo pan, pueden ser “compañeros” porque han bebido el mismo cáliz, y les une un sentimiento que es único en el dolor, pero también en el consuelo y en la esperanza.

A la felicidad se llega por el camino de la comunión y la fraternidad: el corazón lleno de nombres. Dime hasta dónde llega tu relación y te diré cómo eres de feliz: “A nadie devolváis nada más que amor”, “vestíos de la misericordia entrañable” (cf. Rm 12).

Y todo vivido desde el profundo y unánime deseo del reencuentro, de la Resurrección.

Para ellos todo tendrá sentido si vuelven a encontrarse con sus hijos en la vida que no acaba y que se hace eterna en lo feliz. Noté en sus deseos y en su esperanza que la muerte del hijo querido reclama la justicia que solo será viable si hay resurrección universal y encuentro definitivo en el amor que vence a la muerte para siempre, y le da sentido a toda la historia, incluidos su fracasos, sus muertes de cualquier clase… como hizo Dios Padre con el hijo crucificado.

Desde el encuentro con personas que han visto romperse su corazón en la muerte y que se han rehecho en la esperanza podemos rezar y culminar el Credo, con más convicción, diciendo cada domingo: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro”. Amén.


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