Aumenta la desigualdad en el mundo: el 1% tiene tanta riqueza como el 99% de la población del planeta
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El dinero no da la felicidad pero son muchos los que anhelan disponer de los recursos suficientes como para corroborar ese axioma por propia experiencia. Suelen ser las clases acomodadas las que disponen de la oportunidad de apreciar con mayor precisión y experiencia la desconexión entre felicidad y disponibilidad de recursos.
Estas semanas, la prensa se ha hecho eco de la estadística de Credit Suïsse, de la que se desprende que el 1% más rico dispone de tantos recursos como el 99% restante. Y es que es la primera vez que se da, desde que se hace registro estadístico de ella, que la desigualdad haya avanzado tanto. Pero además, el informe pone el acento en que la crisis del 2008 no sólo ha propiciado una mayor desigualdad sino que además ésta ha ido acompañada de un mayor empobrecimiento de las capas más pobres.
En la ley de la jungla, el grande se come al chico y el más fuerte vence siempre al más débil. En la ley de la economía que ha acompañado a la globalización de inicios del siglo XXI, el más rico se vuelve más rico frente al más pobre. Lo que se desprende del informe es que de esta crisis, los ricos saldrán más ricos tanto en términos relativos como en términos absolutos frente a los pobres.
Existe una visión teórica que pretende justificar la creciente desigualdad como mal menor de un avance del que todos los estratos sociales se benefician. Es decir, desde los resultados de ese paradigma económico, a pesar de que haya un incremento de la desigualdad, lo relevante es si los pobres están mejor que en épocas pasadas. Si los diferentes estratos sociales por nivel económico avanzan aunque a velocidades diferentes siempre se podría aludir que al menos han avanzado. Como si fuera un tren, a pesar de tener los vagones cada vez más separados, los de cola cada vez más rezagados frente a los de cabeza, todos acabarían por disfrutar del avance en el tiempo.
Si esta visión es acertada, entonces la primera preocupación debe ser alentar a los vagones de cabeza para que todo el tren avance aunque sean éstos los que se beneficien en mayor grado. Así, como la economía da lugar a un desbordamiento todos ganan. Esta economía del desbordamiento se basa por lo tanto en que si los ricos ganan, de las migajas que caerán de sus mesas se beneficiarán los pobres.
Esto a su vez sirve como justificación social para el funcionamiento del propio capitalismo. Por lo tanto, velemos y mimemos primero las inversiones pues eso propicia crecimiento y, por lo tanto, empleo y beneficios sociales. Dentro del marco europeo, los impulsos reformadores de las constituciones de los estados miembros han ido en la línea de restar soberanía para supeditarla al capital. Primero debe ser el pago de la deuda y después hacer frente a los gastos sociales.
Pues esto hasta podría ser bueno si fuera cierto. Pero la realidad dista bastante del paradigma impuesto de la economía capitalista con efecto desbordamiento.
Imaginemos a ese tren un tanto elástico con vagones que avanzan a velocidad dispar. La locomotora precisará de combustible para ir tomando velocidad. Si el acento se encuentra únicamente en el avance es posible que la contribución de los más pobres sea compensada en tanto que el combustible se corresponda con avances científicos que mejoren la productividad, es decir que aumenten la tarta a repartir.
No obstante, si el ritmo de innovación, y por lo tanto de mejorar la productividad, es inferior a la necesidad de nutrir los vagones de cabeza, es altamente probable que sean los de cola los que vean mermada su retribución e incluso sean sacrificados como combustible para la locomotora al grito de ¡Más madera! Esto conllevaría que en épocas de mejora de la productividad de los factores se podría dar un incremento de la desigualdad aunque con mejora absoluta de las capas pobres y en momentos de crisis o estancamiento un aumento de la desigualdad con incremento de la precariedad de los bajos estratos económicos.
Pero además, independientemente del momento del ciclo económico, en tanto que las clases acomodadas procuran nutrir el capital, en virtud de su poder asimétrico pretenderán influir en los marcos normativos para poner las suficientes trabas con el objeto para proteger su status. Esto propiciará un desequilibrio en el poder de negociación en el que ante una información no perfecta, las clases altas podrían preferir descartar ciertas innovaciones si éstas pudieran erosionar su poder oligárquico.
A nadie se le escapa que los avances en ingeniería mecánica permitirían unos vehículos más eficientes y limpios que los actuales. Estos avances suscitarían un incremento en productividad tal que el simbólico tren económico avanzaría en beneficio de todos, pero podría alterar el estatus y orden a un ritmo poco controlable, poco previsible. Desde hace mucho que somos conscientes de las trabas que han existido y existen para que se introduzcan en el mercado las buenas ideas y así se tengan que enfrentar a altas barreras de entrada. Escandalosa resulta en España, como ejemplo, la regulación del mercado eléctrico y el estrangulamiento de las energías renovables que beneficia anticompetitivamente a un oligopolio eléctrico que se encarga posteriormente de contratar a los responsables políticos; es lo comúnmente denominado puertas giratorias.
Por lo tanto, en ese tren simbólico, incluso en los momentos de auge es posible que los propios vagones de cabeza, en tanto que deseen conservar la posición, entorpezcan combustibles que facilitasen el avance de los vagones de cola. Habida cuenta de que los resultados de la presente crisis han dado lugar a una mayor devaluación de los salarios y empobrecimiento en favor de una mejor retribución de los más ricos, la realidad se ajusta más a una economía de exclusión que es capaz de tensionar a la baja la compensación de los vagones de cola que efectivamente a una economía de desbordamiento.
Al final, en una economía de exclusión en la que los pobres quedan a la merced de las necesidades de engrosar el capital de los más ricos, es una economía que instrumentaliza al hombre y que lo convierte en un medio más para los demás, nunca un fin en sí mismo. A su vez, a base de ir generando tanta desigualdad se anula la experiencia de que el dinero no da la felicidad y se propicia la deificación de éste en tanto que inaccesible y casi trascendente, convirtiéndose las clases altas a nivel mundial en sacerdotes del sacnta sanctorum del dios dinero. Tal vez Jesús pensaba en una economía de este tipo cuando expulsaba a los mercaderes del templo (Mt 21,12-17) y advertía (Mt 6,24) que no se podía servir a Dios y al dinero.