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Heridas: Para que en lugar de amargarnos nos lleven a amar

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/10/15

"Y Tú me dices: - Estoy enamorado de ti, de tus heridas..."

Reconocer nuestras heridas es el primer paso para crecer. Sabemos que a veces, debido a las desilusiones que hemos sufrido, nos cuesta sentirnos amados. Es necesario mirar esas heridas que nos cierran, que nos crean defensas, que nos traban y no nos dejan crecer y avanzar. Esas heridas que sangran y duelen.

Y por ellas buscamos pequeños amores caídos por el camino. El pozo sin fondo de nuestra alma herida parece que nunca se llena. No estamos contentos del todo. Vivimos insatisfechos con la vida.

¡Qué importante es aprender a focalizar nuestra herida en el amor para avanzar! Somos mendigos de un amor que pueda saciar nuestra sed infinita. Somos mendigos de limosnas caídas a nuestros pies.

Cuesta aceptar nuestra historia y querernos como somos. Aceptar nuestra miseria y suplicar a Dios. Aceptar el vacío y la limitación. La herida y el hambre. Cuesta besar lo que más nos duele. Cuesta pedirle a Dios la sanación, como un mendigo, como un ciego.

Pero sólo Él puede sanarme de verdad en la fuerza de su Espíritu. Lo anhelo con todas mis fuerzas. Deseo mi sanación. Deseo amar al Señor con toda el alma. Libre, sin defensas. Él quiere que sea su hijo y me deje llevar en sus manos. Quiere que confíe y no busque amores que pretendan saciar la herida abierta.

Decía Jean Vanier: Yo creo que únicamente Dios puede sanar desde adentro un corazón humano, haciéndole descubrir que es amado y, por tanto, que se le puede amar, que tiene un valor y que Él, Dios, lo ama tal cual es, con sus mecanismos de defensa y con su pobreza, así como con sus dones. No hace falta que sea perfecto, pues es su hijo amado. Al amarlo de esta forma, Dios le da la vida y la fuerza para crecer hacia un amor mayor y hacia una nueva unidad de su ser.

Desde dentro, desde lo más hondo, podemos sentirnos amados. En la fuerza de ese amor que se nos regala. Jesús se detiene ante mi vida y me llama. Me conmueve que Jesús se detenga y me sane en lo que más necesito.

Pero me da miedo a veces que Jesús no se detenga y siga de largo. Me da miedo dejar de oír sus pasos, no reconocer su voz. Tal vez no le veo tampoco pasar. Sólo oigo a los que van con Él. A los que me hablan de Él.

Quiero gritarle para que me oiga. Quiero que detenga sus pasos ante mí y me pregunte lo que me hace falta, lo que necesito. Quiero ver, quiero vivir de verdad, quiero amar sin defensas, quiero una vida plena, una vida llena de Él. Necesito tantas cosas. Le necesito a Él.

Una persona rezaba: Gracias por mirarme. Por aceptar la ofrenda de mi vida. Por mirarme con inmensa ternura. Tú solo quieres que llegue. No tengo que ser perfecta para justificar mi lugar. Me quedo frente a ti. Con las manos caídas. Algo perdida. Y Tú me dices: – Estoy enamorado de ti, de tus heridas, de tu alma, de tu misterio. Como eres. Con tu pecado. Y tu risa. Tu orden y tu desorden. Tus sueños y tu día a día. Y yo te digo que estoy enamorada de ti, Jesús. Sólo quiero hacer el bien escondida en ti. Ayúdame a mirar con misericordia”.

Yo también necesito ver, como esa persona que rezaba, necesito amar, necesito ser amado. Necesito encontrar sentido al camino. No atarme para ser libre. No tener defensas para darme por entero. Necesito estar con Él para caminar seguro. Lo demás no importa. Sólo en Él la vida tiene sentido. Sólo en Él puedo ver.

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