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El coste del puesto que has alcanzado

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/10/15

Llegamos a una cierta edad en la vida y pensamos que nos corresponde un cierto puesto, esa exigencia social es cruel

¡Cuántas veces queremos tener nosotros un lugar! Un lugar donde encajemos. Un lugar al que pertenezcamos. Que nos dé paz y seguridad. Es algo tan humano desear tener un lugar.

Un sitio propio donde nos identifiquemos. Donde descansar. Una comunidad. Un hogar. Un puesto donde nos reconozcan. Es el anhelo humano. Estamos hechos para el cielo, así que ese anhelo de pertenencia sólo se saciará del todo cuando lleguemos.

Ahora, es verdad, tenemos un poco de peregrinos sin raíces, un poco de mendigos, un poco de sedientos. Y le pedimos a Jesús, a veces con bastante inmadurez, que nos dé un sitio.

A veces la herida se abre, cuando otros nos recuerdan que no pertenecemos a ningún sitio. Que no somos de los suyos. Otras veces, alguien cuenta con nosotros y todo merece la pena. Encontramos un lugar en la familia, en la Iglesia, entre los hombres.

En el libro Divergentes había facciones. Todos tenían que pertenecer a una. Les daba identidad. Y algunos sufrían porque tenían rasgos de varias facciones, y no se identificaban plenamente con una. Estaban perdidos. No encajaban totalmente. En realidad tenían un alma más grande y más abierta.

En la vida, a veces no sólo queremos un lugar, queremos el mejor lugar, el primer sitio. Es la tentación del corazón. Queremos tener el mejor puesto. Desde niños queremos ser los mejores en el colegio. Soñamos con el mejor puesto de trabajo. Deseamos el éxito.

¿Es tan malo en realidad querer hacer las cosas bien, mejor que los otros? Lo tenemos muy metido en el alma desde nuestra infancia cuando nos enseñaron a competir, a sacar buenas notas, a luchar por vencer obstáculos en la vida.

Sin orgullo y sin deseo de victoria, no lograríamos nada en la vida. No es recomendable esa actitud pusilánime de aquel que no se esfuerza por lograr éxitos, de aquel que no lucha por poner al servicio de los hombres sus capacidades, del que oculta sus talentos para no sobresalir demasiado.

Sería absurdo dejar de hacer lo que podemos hacer queriendo ser los últimos, ocupar los peores lugares. No, no es eso lo que nos pide hoy Jesús. No quiere nuestra omisión. No quiere que renunciemos a nuestras capacidades, que dejemos de lado nuestro deseo de vencer y hacer bien todo lo que intentamos.

Sería ir contra el talento que Dios ha sembrado en nuestro corazón. Como si no quisiéramos destacar en nada y nos abrumase que alguien nos felicitase por lo bien que hacemos ciertas cosas.

Jesús no quiere que escondamos el don que nos regala. Pero sí quiere que no nos obsesionemos con ser los primeros, los mejores, con destacar en todo lo que hacemos, por tener el reconocimiento de todos. Como decía el Papa Francisco: “Una búsqueda desenfrenada por sentirse reconocido”.

La tentación de los primeros puestos nos hace vivir con expectativas poco realistas, exigidos por la vida, por los demás, por las circunstancias. Nos da miedo quedarnos solos si fracasamos en la vida. Preferimos asegurarnos un buen lugar antes que pasar desapercibidos y perder crédito y reconocimiento.

Los primeros puestos nos dan prestigio, fama, comodidad, protección y personas que nos buscan.

Llegamos a una cierta edad en la vida y pensamos que nos corresponde un cierto puesto, un lugar en el escalafón. Que los demás deberían respetarnos por lo conquistado, por la sabiduría adquirida.

Esa exigencia social es cruel. Sobre todo hoy cuando vivimos tanto desempleo, tantas personas que en la mitad de su vida no tienen trabajo, lo han perdido todo y tienen que volver a comenzar. No han conseguido lo que soñaban, lo que los demás esperaban de ellos.

Nos meten en el corazón desde niños el deseo de la fama, de los logros, de los primeros lugares. Y esa lucha enfermiza a veces nos hace esclavos.

Y en esa lucha por ser los mejores, ¿qué estamos dispuestos a hacer por lograrlo? ¿Qué injusticias y abusos permitimos con tal de llegar a destacar por encima de otros? ¿Es Jesús la norma que determina cómo actúo a la hora de buscar los primeros lugares?

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