Un psicólogo pirado fascinado por los misterios, y una forense católica que sólo acepta explicaciones racionales
Cuando crees que has conseguido la estabilidad en la vida suele suceder que algo rasga el escenario de cartón piedra que te habías montado como lenitivo.
No sólo somos lo que nos contamos a nosotros mismos con el fin de vivir el presente sin retener líquidos. Somos también una buena cantidad de hechos, anécdotas e imágenes del pasado que palpitan ocultos en el trastero del sótano o del desván, esa habitación oscura que representa metafóricamente al olvido y al inconsciente. Te das cuenta de esto de repente: una canción empieza a sonar en la radio o un transeúnte al que no conoces de nada se pone a silbar en la calle, y todo estalla. Lo que parecía una pared sólida cae y aparece el zombi de tu pasado, al que tenías allí emparedado. Y sale. Y todavía camina. Y a veces te quiere devorar.
Algo similar me ha pasado con la banda sonora de Expediente X. La tele estaba puesta para dar ambiente ritual a esa vida TDAH que uno lleva persiguiendo el extra bonus en el videojuego de la familia, y se ha abierto un claro de conciencia: ES LA BANDA SONORA DE EXPEDIENTE X. Anunciaban la décima temporada, tantos años después. De nuevo ufología e investigaciones paranormales de la mítica pareja de agentes del FBI: Mulder (David Duchovny) y Scully (Gillian Anderson).
Expediente X es lo que ponían en la televisión cuando eras joven y llegabas a casa de madrugada, derrotado y sin sueño, te tumbabas en el sofá y te dejabas mesmerizar por aquel electrodoméstico-altar que siempre estaba ahí fiel y presto a desconectarte del mundo, liberando una espesa niebla de por medio. Recibías letargo en vena y todas aquellas historias se colaban acríticamente por el negro de tus retinas, impactaban en tu cerebro y no lo dejaban indemne: creaban circuitería neuronal, provocaban secreciones de neurotransmisores, te convertían en adicto a una determinada concepción del mundo y te configuraban el universo mental según imaginarios que aún siguen operando desde la trastienda.
Sin embargo, con el tiempo, la televisión ha dejado de ser ese monstruo que lamía como una mascota tu cerebro hasta dormirlo, transportándolo a parajes ficticios, oníricos y desvinculados donde volar grácil y atemporalmente, y ha pasado a cobrar un nuevo papel más consciente en la común existencia del adulto que intentas protagonizar.
Expediente X sigue ahí: por mucho que la Gillian Anderson, en aquellos tiempos sólo la agente Scully, se haya transformado hoy en una mujer madura sugerente y digna de toda nuestra devoción estética en papeles como los de la agente devora-hombres Stella Gibson en The Fall o de la refinada doctora psiquiatra Bedelia Du Maurier en Hannibal; por mucho que David Duchovny, entonces nada más de Mulder, se haya convertido en el Hank de Californication, un escritor con un Porsche 911 atrotinado y adicto al alcohol y al sexo.
Expediente X sigue ahí: funcionando en nuestras redes neuronales como algo inevitable y centelleante que pide ser entendido: ¿Por qué una serie tan naif nos atrapó a todos?
Se me ocurre que por algo muy sencillo: Mulder es un psicólogo pirado fascinado por los misterios, un creyente del mundo de los extraterrestres y las psicofonías; Scully es una médico forense católica que intenta reducir todos los hechos investigados a una explicación científica. La relación entre ambos es uno de los grandes dramas de la humanidad.
Mulder y Scully se necesitan. Son dos momentos de lo mismo: la razón no se activa sin la presencia del misterio, de lo imposible, que es siempre una provocación y un acicate para la comprensión; los enigmas no aparecen sino en la órbita o tras el empeño de un entendimiento abierto a lo real.
Mulder y Scully se necesitan. Son dos momentos de lo mismo.
Aunque parece que en esta décima temporada ya no son pareja (sentimental).
Por lo menos al principio.