A menudo queremos ser los primeros, pero…Hoy la Iglesia celebra el día del Domund, el domingo de la misión de la Iglesia en el mundo. Porque tenemos la misión de anunciar la esperanza, de hablar de un amor que todo lo transforma, de contar con nuestra vida que merece la pena amar hasta el extremo.
Esa misión de contar que hay alguien, un Dios inmenso y personal, que nos ama con locura. Un Dios que se hizo hombre para hacernos hijos fieles, niños dóciles, hombres audaces, pobres que a todos enriquecen.
La misión de llevar esperanza a un mundo que sólo puede cambiar desde el amor y nunca desde el odio ni el rencor. Es la misión de llevar a los hombres una mirada que todo lo transforma. Esa mirada que Jesús nos dejó cuando pasó haciendo el bien entre los hombres.
El lema de este año es muy claro: Misioneros de la misericordia. Nuestra misión en el camino de la vida es ser portadores de la misericordia de Dios. Ser signos de su amor en medio de los hombres. Capaces de compadecernos por el que sufre y experimentar en nuestra vida la misericordia de Dios que nos ama hasta lo más hondo de nuestro ser.
Hoy la Iglesia reza por las misiones y nos hace tomar conciencia de la misión que Dios nos encomienda a cada uno. No puede haber una Iglesia que no sea misionera.
Decía el Papa Francisco: “La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres”.
Jesús es misión. Todo cristiano lleva en el alma la misión de ser hijo, de ser apóstol en medio de los hombres. Tenemos un sentido para seguir luchando. No podemos callarnos, ni dejar de anunciar el amor de Dios.
Como cristianos sabemos que la vida no consiste en vivir pensando en lo que la suerte nos pueda deparar, sino en aquello que podemos aportar al mundo: “En realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino que la vida espere algo de nosotros”[1]. La vida espera de nosotros. El hombre espera algo de mí. Tenemos algo que decir, algo que aportar con nuestro amor. Necesitamos salir de nosotros mismos para poder darlo, salir de nuestra comodidad, de nuestra zona de confort.
El otro día leía: “¿Quién soy? ¿Para qué fui creado? ¿Cómo ser feliz? A la razón le corresponde dirigir al hombre hacia su fin. La razón descubre su primer principio: se ha de hacer el bien y evitar el mal. En cualquier cosa que hagamos, sea cual sea el estado que nos corresponda en la vida, debemos hacer el bien y evitar el mal. No hay otra manera de orientarse en el camino que supone vivir”[2].
Nos ponemos en camino como misioneros. En el día de la misión la Iglesia reúne dinero para las misiones, reza por tantos misioneros que viven entregando la vida cada día. Tantas vidas que transcurren sin ser noticia. Y al mismo tiempo nos invita a renovar nuestro sí como misioneros.
¿Hasta dónde estoy dispuesto a seguir a Jesús? ¿Dónde me hace retroceder el miedo a no conseguir lo que tanto deseo? Jesús nos envía a la misión y lo hace con una promesa: Él va a ir con nosotros todos los días de nuestra vida. No nos deja solos nunca.
Acompaña nuestros pasos incluso en esos momentos en los que no notamos su mano junto a la nuestra. Él guía nuestra barca a puerto seguro. Permanece con nosotros en la noche y durante el día. Le importa todo lo que nos importa a nosotros. Ama todo lo que amamos. Mira con nuestros ojos. Se conmueve al mirar nuestra alma y ver el deseo noble que hay en ella de dar la vida por entero.
Hoy llegan Santiago y Juan con un deseo en el corazón. Quieren asegurarse los mejores puestos. Quieren ser los primeros, a la derecha y a la izquierda. En el evangelio de Mateo es su madre la que intercede por ellos. Aquí son ellos mismos los que piden los primeros lugares.
Me conmueve su deseo ingenuo de ser los primeros: “Se acercan a Él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dicen: – Maestro, queremos nos concedas lo que te pedimos. Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Quieren tener un lugar físico asegurado por anticipación.
Jesús acoge y escucha a Juan y Santiago. Después de haberles contado que lo van a matar, que no va a lograr el éxito que todos esperan, ellos parecen no entender. Pero Jesús no se enfada porque no hayan comprendido nada.
Jesús los ama. Valora su valentía, su trasparencia, su honestidad. Es tan humano llegar hasta Jesús y pedir por uno mismo. ¡Qué mezquinas son a veces nuestras peticiones!
Juan y Santiago no se preocupan por Jesús. Por lo que les acaba de contar. No se preocupan por los otros apóstoles ni por los enfermos que ven a diario. No piden para otros un lugar.
Piden sólo para ellos. Sin ver nada más que lo que ellos viven y necesitan. Su mirada es estrecha. Sólo ven lo suyo. Quieren asegurarse con tiempo un puesto. Si Jesús lo promete ahora podrán vivir tranquilos.
Siempre me consuela pensar que Jesús los escogió a ellos que eran de barro como yo. Se preocupan de ellos, no comprenden a Jesús, tampoco comprenden de qué va la vida de verdad.
Sus esquemas del mundo los aplican al reino de Dios. Eso es muy común. Aplicamos las mismas leyes de eficacia, productividad, poder, puestos, jerarquía, al mundo de Dios, a la Iglesia.
Y Jesús nos dice que Él vino a servir. A dar su vida. A despojarse de todo. A hacerse pobre, sin lugar, sin derecho, sólo para servirnos a nosotros. Que vino a descalzarse y a arrodillarse ante nosotros. Y a decirnos que en su corazón tenemos el mejor lugar.
Me enseña mucho cómo Jesús se enternece en lugar de enfadarse ante la petición de estos hermanos. Coge lo bueno de su petición. Así hace Dios con nosotros. Nos acoge aunque vengamos con egoísmos cuando rezamos. No nos desprecia. Nos toma en serio.
¿Qué le pido a Dios cuando rezo? Los hermanos fueron sinceros. No se inventaron palabras bonitas para quedar bien. A veces nuestras oraciones están llenas de palabras bonitas que no reflejan lo que de verdad queremos. ¡Qué importante es ser trasparentes ante Dios, ser lo que somos, sin tapujos! Él lo sabe todo. Sólo si nos acercarnos a Él con trasparencia, podrá cambiarnos los esquemas.
Como lo hizo al escuchar a Santiago y Juan. ¡Qué vergüenza les daría después su atrevimiento! Se sentirían egoístas. Jesús los mira con ternura. Ve su fuego, su nobleza, su torpeza, su amor aún limitado.
Tres años al lado de Jesús son suficientes para despertar en los discípulos el deseo de más, de destacar, de lograr algo seguro. Tenían expectativas muy humanas, querían un lugar importante en ese reino que tan poco conocían.
No sabían bien cómo era el poder de Jesús. No entendían su forma de reinar. Pensaban como los hombres, pero no como Dios. Habían vivido con Jesús y Él les había hablado de un reino nuevo, de ese reino que iba a acabar con las injusticias e iba a traer la paz definitiva. Un reino nuevo basado en el amor.
Ellos querían un buen puesto en ese reino. Y los demás que se indignan al escucharlos seguramente también pensaban como ellos. La verdad, hoy no han cambiado tanto las cosas.
Ellos lo habían dejado todo para seguir a Jesús. Estaban dispuestos a todo, pero seguían siendo muy del mundo. Tenían sueños humanos, anhelaban ser los primeros. Buscaban la gloria y el reconocimiento.
Jesús nos pone hoy en nuestro lugar. En primer lugar nos pregunta si estamos dispuestos a cargar con su cruz: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?”.
Muchas veces no sé si respondería con tanta alegría a esta pregunta de Jesús. Beber su mismo cáliz, cargar con su misma cruz. El corazón se me encoge.
A veces somos muy generosos cuando escribimos nuestras oraciones. El papel lo aguanta todo. Le decimos a Dios que sí, que estamos dispuestos a dar la vida por amor, por su misión.
Y luego, cuando llega el momento de beber su cáliz, de sufrir, de renunciar, nos escondemos. Tomamos el timón de nuestra vida tratando de eludir el dolor.
Juan y Santiago no fueron capaces de beber el cáliz de Jesús ese día en el calvario. Sería después cuando se enfrentaron a su propia cruz y entonces el Espíritu los hizo capaces. Nosotros somos capaces de ciertas cosas en ciertos momentos y de otras no. Dios no nos pide más de lo que podemos cargar en cada momento. Eso me da paz y esperanza.
Sí, yo también quiero estar dispuesto a beber su cáliz, a ser bautizado en su bautismo de sangre. Porque eso me habla de la intimidad con El. Yo quiero hacer de su vida mi vida. De su corazón mi corazón. Pero tengo miedo. El dolor, la pérdida, la misma muerte, me asustan.
Hoy sigue habiendo tantos cristianos mártires, en Siria, en Irak, en tantas partes. Me conmueve pensar en su valor. Tantos hombres, jóvenes, adultos, que no están dispuestos a negar a Jesús en el momento final de sus vidas. Se niegan a claudicar y beben el cáliz amargo del sufrimiento. ¡Cuánto valor en sus corazones! No eligen los primeros puestos. Se entregan y reciben el mejor puesto junto a Jesús. Lo hacen en silencio, con paz en el alma.
Me gustaría pedirle siempre a Dios que preparara mi corazón para beber un día su cáliz, para aceptar el dolor de la cruz, de la muerte, de la pérdida, de la enfermedad, del martirio. No me puede asegurar un lugar en su reino, pero sí un lugar a su lado en el camino de la vida.
Quiero ser audaz y valiente para decir que sí. Quiero beber su cáliz. Puedo si Dios puede en mí. Puedo no por mis capacidades sino por la obra de arte que María y Jesús hacen en mi vida. Puedo cuando me dejo hacer, cuando me entrego sin miedo y sigo sus pasos.
[1] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
[2] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa