Las personas no fuimos hechos para los compromisos a medias, nuestra naturaleza nos lleva a darnos el todo por el todo
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En los últimos meses antes de casarnos, ésa frase se convirtió en el tema rompehielo con el cual la mayoría de personas se acercaban a mí, seguido de una “conversación seria” aludiendo a mi juventud, y al porque el matrimonio era un proyecto muy arriesgado. Tengo varios conocidos que conviven con sus parejas, y cuando supieron de nuestro compromiso no se hicieron esperar para tratar de disuadirme.
Antes de tener la cita con el sacerdote, para recibir el aval de la Iglesia que nos permitiría celebrar el sacramento, llego a mí un vídeo de una vlogger que hablaba sobre como “el romance había muerto”, los compromisos eran cosa del pasado, y las parejas ya no creían en el matrimonio. Por lo cual aconsejaba simplemente mudarse con la pareja antes de dar el “salto definitivo” y si las cosas marchaban mal “Arrivederci”, cada quién por su lado, fin del tema.
Al reflexionar sobre todo esto, me hice la preguntas:
¿Por qué estoy diciendo sí al matrimonio católico?
¿Me estoy perdiendo algo al comprometerme para toda la vida?
¿Porqué o para qué casarme?
Y luego de una larga reflexión, llegué a una sencilla verdad:
Si sientes que Dios te llama a formar una familia, el matrimonio es para lo que fuiste creado(a).
Muchos me dirán: “Emma, pero eso no es un argumento válido es tan sólo una frase”, y sí lo sé, es sólo una frase, pero téngame paciencia y permítame compartirle mi postura.
Las personas no fuimos hechos para los compromisos a medias, nuestra naturaleza nos lleva a darnos el todo por el todo. Ninguna persona entra en una empresa con la idea de fracasar, y más aún, nadie inicia una relación de pareja vislumbrando el día en que ésta se termine. Trabajo en una oficina parroquial, y me he puesto a pensar: ¿Si la Iglesia pusiese una ventanilla para los que se quieren divorciar, es decir, “Casarse con la posibilidad de divorcio” y otra ventanilla con la consigna de “Matrimonio para toda la vida”, cuantos escogerían la primera? Pues yo creo que nadie iría a la ventanilla del divorcio, creo que cualquier persona en su sano juicio quisiera un “Te amo! Y es para siempre”, además sería muy extraño que tu enamorado de una forma indirecta te diga: “Me caso contigo, pero si las cosas no me gustan conmigo no cuentes”. Sería empezar con bases muy débiles la relación e iniciar con una gran sombra de desconfianza y temor algo tan grande como lo es el matrimonio.
No existe un matrimonio a plazo, con fecha de caducidad, o con posibilidad de renovación de contrato. Cuando decides casarte es una decisión, y es una decisión tuya, no de la Iglesia, ya que ella no te obliga, ella simplemente es Testigo. Cuando dices:
Yo,_____ te recibo a ti________, como mi esposo(a)
y me entrego a ti
y prometo serte fiel
en la prosperidad y en la adversidad,
en la salud y en la enfermedad,
y así amarte y respetarte
todos los días de mi vida.
Eres tú quien lo dice, no la Iglesia, ni tampoco le dices a tu cónyugue “Te recibo en nombre de la Santa Sede” o “Te seré fiel por voluntad del Papa”. Porque no es la Iglesia quién tomó la decisión, por lo tanto tampoco ella puede cambiar después las reglas del juego, porque has sido tú quien ha prometido amar para toda la vida, la Iglesia simplemente te recuerda tu disposición primera de amar, porque fue lo que prometiste, entregarte por completo, amar por la simple decisión de amar. (Disculpen si uso muchas veces la palabra “decisión” pero quiero remarcar muy bien el peso de ésta y su papel fundamental en la vocación del matrimonio).
Sin embargo, muchos de nosotros pareciera que nos entrenamos para los divorcios exprés, es decir, estar con alguien hasta que ése alguien ya no me haga feliz, y se nos olvida que el matrimonio no se trata de nosotros mismos, al entrar con ésa mentalidad, comenzamos con una actitud completamente egoísta, por una simple razón: no te casas para que te hagan feliz, te casas para propiciar que él otro sea feliz y día a día se encuentre con la fuente de ésa felicidad: Cristo (aclaro que nadie puede dar lo que no tiene, y por lo tanto, si tú mismo no has descubierto esa fuente de la felicidad, será muy difícil que puedas compartirla con la persona que amas). Por lo tanto, el matrimonio no se trata de dar sólo el 5%, 10%, 15%, o decirle al otro, “te doy el 90% de mí corazón, puedes tener mi presencia contigo por un tiempo, pero no puedo entregarte todo mi ser”.
Eso no es amor. Y lo sabemos.
El amor no dice: “Te amaré por dos años“, o “Te amaré hasta que ya no podamos ponernos de acuerdo“. Esto no es amar, porque el amor auténtico demanda un compromiso, requiere un para siempre; cualquier otra cosa fuera de esto simplemente no es amor, es algo falso, o inclusive una comunión de egoísmo. Es cierto que hombres y mujeres luchamos con nuestras propias debilidades, y que la inconstancia es una de ellas, pero el hecho de que no hayamos amado de ésa manera, no quiere decir que dicha clase de amor no exista.
Muchas veces la falta de formación (es decir, nos preparamos para una profesión por años, pero para un matrimonio de toda la vida muchos protestan si se les pide hacer una catequesis de unos cuantos meses, ¿que acaso la relación va a funcionar por arte de magia?), la cultura egoísta, la economía utilitarista, la pérdida del sentido de la virtud y el peligro de los vicios, el pecado humano, la cultura de la muerte en sí, están jugando un papel sumamente dañino en el empobrecimiento de nuestra generación, que erróneamente ve como revolución el alza en las tasas de cohabitación (porque es mejor probar a ver si sirve, como si la otra persona fuera un experimento), el miedo al compromiso (disfrazado de una falsa libertad), y el declive del matrimonio.
“Quien ataca la familia no sabe lo que hace, porque no sabe lo que deshace”
Sí, puede que sea más seguro para un corazón egoísta el nunca comprometerse y mantener siempre las “opciones abiertas”. Pero presentar la cohabitación, como algo atractivo y racional, dónde aprendas a “probar” con una y otra y otra pareja, es una magnífica manera de preparar tu corazón para las separaciones. Por una simple razón: No hay sacrificio. Tienes siempre un pie adentro y un pie fuera de la puerta, listo para salir corriendo a la primera cosa que te incomode. Al estudiar y rezar con los votos matrimoniales (porque me los aprendí, y son parte de mi oración de cada mañana), descubrí que el amor auténtico, involucra todo de nuestro ser: cuerpo, mente, corazón y alma, y que el matrimonio se fundamenta en un amor que es libre, total, fiel y fecundo. La cohabitación, por el contrario, involucra un cuerpo que dice me entrego por completo, mientras que tu corazón y alma dice “sí pero sólo y por mientras las cosas marchen bien“.
Sin embargo, aún hay esperanza, por si no lo han notado las personas estamos fascinadas con las bodas (basta echar un vistazo a Pinterest y sus mil y un tableros con el tema), por una razón. Hay una verdad dentro de cada uno de nosotros que anhela el amar y ser amados de ésa manera: completamente, sin reserva alguna y para siempre, ya sea a través de la vocación matrimonial o bien en la vida religiosa u ordenación sacerdotal. Hay una gracia sacramental cuando nuestro amor es libre, total, fiel y fecundo, y nos llena porque precisamente fuimos creados para amar así. Innumerables canciones, películas y artistas musicales cantan éste amor, el amor que da la vida. Y ésa precisamente es la paradoja del amor humano: tenemos que perdernos para encontrarnos.
“Quién pierde su vida por mí, me encontrará, no tengas miedo, yo conozco a quienes elegí”
(Gracias Hermana Glenda!)
Éste el amor que Jesucristo vivió a través de la entrega total de su vida en la cruz, con los brazos de par en par, sin guardarse nada para sí. Su amor es el modelo para que nuestro amor sea libre, total, fiel y fecundo.
“Para que el amor sea verdadero, nos debe costar. nos debe doler. nos debe vaciar de nosotros mismos”
Hoy hace un año exacto, que Didier y yo nos comprometimos. Fue un noche después de Misa, después de haber ofrecido a Dios la decisión y haberle dado no solo el “Sí acepto” al otro, sino también el “Hágase en mí” al Señor. Supe lo que fue mi vida sin mí hoy esposo y descubrí que todo fue preparación. Después de años de discernimiento y purificación en nuestros corazones, fuimos bendecidos con la claridad y la paz sobre esta decisión. De mi parte quiero disfrutar tanto como pueda, y entregar todo lo que me quede de vida a Dios en ésta vocación, a través de mi entrega a Didier. Descubrir que el amor matrimonial es reflejo del amor de Cristo por su Iglesia me ha hecho libre de todo temor innecesario, y me da el coraje para convertirme en la mujer que Dios quiere que sea, una mujer que hará todo lo posible por impulsar a mi esposo en su peregrinar hacia el Cielo.
Quiero darle a Didier todo de mí, no solo el 80%, ni el 90%, o el 99% de mí. Sino el 100% y una milla extra. Porque para esto fuimos creados: Para amar sin medida.
Es por esto, que decidí entregar mi vida.
El matrimonio es mi vocación.