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Las llaves de la felicidad: aceptar y soñar

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 09/10/15

A veces agobiado por el presente que no controlo, mi corazón, desconcertado, sigue deseando cada día algo más grande...

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Dicen con razón que la aceptación de la realidad es la cuna de la felicidad. El sí que le doy a la vida que me toca vivir es lo que me da paz y alegra el alma. Es muy cierto. Porque todos deseamos una felicidad eterna, un amor eterno, una paz eterna.

Deseamos no sufrir nunca y vivir siempre con sentido. No nos gusta lo pasajero, lo bueno pero corto, lo agradable pero escaso. Queremos lo bueno eterno, lo que dura para siempre. Lo que sucede es que en nuestra vida no todo es bueno, no todo es agradable y no todo nos hace felices. Y por eso anhelamos tanto el cielo en el que lo bueno será eterno y la belleza durará siempre.

En la tierra, lo vemos cada día, hay cosas buenas que duran poco. Y otras poco agradables que se prolongan en el tiempo. El corazón sufre. No entiende, no acepta. ¿Cómo podemos ser felices en la tierra y soñar con la felicidad eterna en el cielo cuando todo se hace tan cuesta arriba?

El otro día leía: “Tomás de Aquino decía: El hombre ha de inventar su camino. Y esto no quiere decir que tenga que hacer uno lo que le venga en gana; sino todo lo contrario: inventar significa dar sentido a lo que hay por delante; buscarle su explicación, aceptarlo, integrarlo y construir con ello, sea lo que sea, aunque en principio se vea oscuro, muy negro. Toda acción humana tiende hacia un fin, y hay un fin último hacia el que tienden todas las acciones humanas. ¡Todos buscamos la felicidad! La felicidad no puede consistir en la posesión de bienes materiales; Tomás de Aquino identifica la felicidad con hallar a Dios, de acuerdo con su concepción trascendente del ser humano”[1].

Me gusta la imagen: “inventar su camino”. Que no consiste en hacer lo que quiero, sino en aceptar la vida como es. Sin dejar de buscar lo que deseo, sin dejar de soñar. Porque tenemos una vocación que nos trasciende, que nos hace eternos, que nos lleva a elevar la mirada hacia Dios cada día.

Nuestro camino sube hasta el cielo. Y en la tierra asciende y desciende, se hace más duro o más sencillo. Caminamos y luchamos. Y conquistamos las cumbres sin renunciar al valor que tiene la propia vida.

Soy un soñador enamorado de la vida aquí en la tierra que me prepara para el cielo. Y ya aquí, a veces agobiado por el presente que no controlo, mi corazón, desconcertado, sigue deseando cada día algo más grande.

No le basta el dinero, el éxito, la fama, las cosas que me atan, el amor que me llena. No le basta el paso tranquilo del camino, la parada que descansa, la rutina que se hace sagrada. No le bastan los amores y desamores, los fracasos y los logros.

Sueña algo más grande que yo mismo, más grande que mi vida limitada y pequeña. Desea unas rutas que apenas intuyo para estar en paz, para encontrar la felicidad que anhela. Mi corazón no quiere quedarse en la tristeza del momento. Sabe que no puede ser el fracaso, el dolor y la pérdida, una razón suficiente para vivir infeliz y perdido.

Podemos ser infelices en el éxito. Y, curiosamente, podemos ser alegres en la pérdida. El sentido de las cosas se encuentra en el alma que sueña cosas grandes. Y la felicidad que sueño se dibuja tenuemente en mis manos que acarician lo que no poseen. Porque «la felicidad que el hombre puede alcanzar sobre la tierra es una felicidad incompleta»[2].

En el cielo tendremos el ciento por uno. Allí descansaremos en las manos de nuestro Padre para siempre. Y en la tierra sólo vislumbraremos torpemente la promesa de plenitud que Dios nos hace. Aun así, en el camino, queremos vivir con paz, con el alma alegre.

Creo que la felicidad tiene mucho que ver con la mirada sobre la realidad, con la forma que tenemos de enfrentar la vida y sus circunstancias.

El otro día leía: “No puedes controlar siempre lo que sucede en la vida. Lo que sí puedes controlar es tu reacción ante lo que sucede. Para estar contento tienes que aceptarlo todo. Si puedes hacer de esa actitud parte de lo que tú eres, entonces nada te molestará. Puede ser duro al principio, pero luego se convierte en un hábito. La aceptación trae consigo la felicidad»[3].

Aceptar la realidad como es no es tan sencillo. Pero si logro aceptarla entonces me encontraré, sin apenas buscarla, con la felicidad. No me obsesiono con ser feliz, no es el sentido de mi vida. Pero sí sé que cuando acepto las cosas como vienen, entonces la vida tiene más sentido.

En ese momento, enfrentado a lo que no puedo cambiar, a veces deseo escaparme y al mismo tiempo, quiero quedarme. “A cada instante tengo un dilema que resolver: o estoy aquí, donde de hecho estoy, o me voy a otra parte. Siempre estoy deseando quedarme conmigo o partir y alejarme de mí”[4].

Corro de un extremo al otro, buscando alocadamente que cambien las cosas. Pero no cambian. Huyo y me encuentro con lo que hay, con lo que es. Y sigo caminado. A veces me quedo sombrío en el dolor de una realidad que me parece nefasta. Y de ahí no salgo. Ante la vida sólo cabe confiar y aceptar.

[1] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa

[2] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa

[3] Louis Zamperinni, Don´t give up, don´t give in

[4] Pablo D´Ors, Biografía del silencio

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