Tal vez las personas que consideramos extraordinarias son sólo personas ordinarias que tuvieron temple suficiente para hacer frente a la vida
A menudo las acciones perfectas no nos dan satisfacción. Y en realidad, pocas veces logramos hacer algo perfecto. Casi siempre cometemos errores, fallamos, no estamos a la altura soñada.
Somos mediocres, hacemos las cosas rápido y mal, muchas veces para salir del paso. Además, no valoramos tanto lo que hacemos y rara vez pensamos que una obra nuestra pueda ser perfecta.
Vemos detalles que no nos gustan. Nos comparamos. Vemos que los demás lo hacen mejor que nosotros. Nos decepcionamos con nuestra poca capacidad.
En ocasiones el exceso de perfeccionismo en la vida nos acaba angustiando. Sufrimos ansiedad anhelando una meta que nos resulta casi imposible. Un sueño extraordinario nos parece un sueño inalcanzable.
Queremos llevar una vida extraordinaria. La presión nos puede. ¡Cuántas veces dejamos de hacer algunas cosas porque nos da miedo que no salgan perfectas! Son muchas las ocasiones en las que el miedo a hacer algo mal nos paraliza.
En otras ocasiones sufrimos con la presión, con las expectativas que tienen puestas en nosotros. Nos angustiamos. Nos obsesionamos con hacerlo todo bien, como corresponde, de forma extraordinaria. Lo extraordinario se convierte en un “deber ser” que nos pesa como una losa en el corazón.
Por eso creo yo que lo extraordinario no tiene que ver tanto con la perfección, con hacerlo todo bien. Aunque a veces así lo interpretemos.
Pienso que una vida extraordinaria es una vida fuera de lo normal. Pero una vida que todos podemos anhelar.
La vida de Louis Zamperinni se considera extraordinaria. Tal vez porque vivió cosas extraordinarias y sobrevivió en circunstancias muy difíciles cuando fue tomado prisionero en la segunda guerra mundial.
Él mismo confiesa: “Lo que quiero es que descubras que sólo soy un hombre ordinario con faltas, quien, enfrentado a circunstancias extraordinarias – en deportes, en la guerra, en la vida, en la fe- optó por no rendirse, por no ceder, buscó respuestas y luchó por mantener su vida a salvo hasta el último minuto”[1].
Tal vez las personas que consideramos extraordinarias son sólo personas ordinarias que tuvieron temple suficiente para hacer frente a la vida. Son aquellos que han vivido en circunstancias adversas de una forma fuera de lo común.
Nuestra vida puede ser extraordinaria por la forma como la enfrentamos. No sé si hay muchas personas realmente extraordinarias. Pero me gusta pensar que sí.
Conozco algunas personas extraordinarias, fuera de lo común. Personas fieles, alegres, audaces. Personas capaces de alcanzar metas inalcanzables. Personas que logran hacer las cosas ordinarias de forma extraordinaria. Viven llenas de luz.
Si tuviera más a Dios en mi corazón, sería capaz de descubrir a muchas personas únicas, extraordinarias. Si fuera más humilde vería en las personas a las que amo la obra extraordinaria de Dios en ellas.
Decía el padre José Kentenich: “El don de la sabiduría infunde al amor una extraordinaria ternura y fervor. Entonces ya no seremos capaces de amar de manera puramente natural porque todo el fervor de nuestro corazón se orientará hacia Dios”[2]. Un amor único, un amor sagrado, un amor iluminado por Dios que descubre lo extraordinario en la vida ordinaria de la persona amada.
Creo que hacer algo de forma extraordinaria tiene que ver con nuestra forma de enfrentar las circunstancias, con nuestra manera de hacer de lo cotidiano algo mágico. Tiene que ver con todo lo que hacemos. Desde que nos levantamos, hasta que nos acostamos cansados.
Ser extraordinarios entonces no es tan imposible. Basta con vivir en presente, absorbiendo la vida con el corazón abierto. Con vivir enamorados allí donde Dios coloca nuestros pasos.
Significa no caer en el aburrimiento de la rutina. Nunca dejarnos llevar por la monotonía. Que no nos acostumbremos a los ritos sagrados de nuestra vida. Que vivamos como si fuera la primera vez aquello que repetimos durante años.
Creo que significa aprender a hacer nuevo lo viejo. De forma distinta lo de siempre. Significa volver a nacer siempre de nuevo, una y otra vez. Enfrentar los desafíos con una confianza plena, sin dejarnos llevar por los miedos. Como un niño en las manos de Dios, confiando en sus brazos que cobijan.
Tiene que ver con descubrir la belleza en lo más oculto de lo cotidiano, desdibujada en los trazos confusos de cada día. Con encontrar a Dios en todo lo que vivimos, sin necesidad de que se nos aparezca de forma única y visible. Me gusta lo ordinario, donde Dios me habla de forma extraordinaria.
[1] Louis Zamperinni, Don´t give up, don´t give in, lessons from an extraordinary life
[2] J. Kentenich, Hacia la cima
Por el padre Carlos Padilla Esteban