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Ana y Sergio Gobulin, “los terroristas del agua potable” salvados por el padre Jorge

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Tierras de América - publicado el 12/09/15

“Bergoglio movió cielo y tierra para que me dejaran en libertad”

La atención que presta el Papa Francisco a los pobres es algo más que inclinarse amorosamente sobre los últimos. Lo dice el Evangelio, es cierto. Pero en la misión de Bergoglio se percibe una concepción clara y precisa de la pobreza, no como condición ineluctable sino como una forma de violencia. Una arbitrariedad que en muchos casos adquiere también la connotación de “terrorismo de Estado”. Un abuso de poder que convierte a los últimos en rehenes de las promesas políticas y de los juegos de poder.

Esa concepción del padre Jorge Mario Bergoglio se consolidó precisamente durante los años de la “guerra sucia” gracias a dos amigos que quedaron en la mira de la policía política argentina porque se convirtieron, podríamos decir hoy, en “subversivos del agua potable”.

Estaba en Buenos Aires en mayo de 2013 cuando supe la historia de una pareja de origen europeo que había sido violentamente perseguida. Al marido lo habían torturado durante varios días y los rumores que escuché decían que después de eso la familia salió del país con su hija de pocos meses. Desde entonces, nunca más se supo de ellos.

A partir de esos datos pude reconstruir la historia de Ana y Sergio Gobulin y su amistad con el padre Jorge. Sergio, hijo de inmigrantes italianos en Argentina, se vio obligado contra su voluntad a volver a la tierra de sus padres. Desde el principio comprendí que se trataba de una persona que no guardaba ningún rencor a pesar de lo que había vivido. Un hombre bueno y leal, aunque firme y decidido. “Lo siento, pero no concedemos entrevistas. Le agradecemos su interés y comprendo que su investigación no es fácil, pero preferimos no perder nuestra vida normal”, me dijo la primera vez que lo contacté. Había algo más que el deseo de no aparecer en los diarios. “No queríamos de ninguna manera aprovechar la fama de Bergoglio en beneficio nuestro”, explicaron algunas semanas más tarde.

Los bigotes de gringo y la forma de caminar propia de un hombre acostumbrado al aire libre hablan de Sergio con más claridad que las palabras. No es una persona que guarda rencor. Y debe ser mérito de Ana, a quien las pesadillas vividas en Argentina no le robaron la sonrisa abierta y los ojos tranquilos para mirar al prójimo.

En cierta forma Ana y Sergio pueden decir que recuperaron la vida gracias al padre Jorge.

De vez en cuando suena el teléfono y aunque en la pantalla no se ve ningún número ya saben quién es. “Me falta la calle”, le confió una vez el Papa Francisco. No es solo la ciudad en sí lo que extraña -Buenos Aires- sino la idea que él tiene de “la calle”, ese escenario de millones de vidas donde Bergoglio irrumpía regularmente sintiéndose él también “en camino” con su gente. Además, “en Buenos Aires podía salir, podía ir a comprar el diario”.

Sergio era estudiante de Teología y Bergoglio uno de sus profesores. Había llegado a la Argentina con sus padres a los 4 años. Cuando terminó los estudios superiores decidió vivir en la villa Mitre, en la localidad de San Miguel, para ayudar a los pobres, no lejos del colegio jesuita donde podían estudiar también los laicos. Eran los primeros años que siguieron al Concilio. En el mundo eclesial y más en general en el mundo de la cultura se respiraban aires nuevos. La Iglesia se abría hacia territorios descuidados o incluso inexplorados. “Un día Jorge me dijo que quería venir a visitarme. Pero allí no teníamos agua potable ni mucho menos cloacas, y las calles eran de tierra”. El padre Bergoglio fue lo mismo y permaneció con él tres días. No fue la única vez. “Quería conocer esa realidad”, dice Sergio. “Volvía al Colegio profundamente impresionado por aquella experiencia”. En noviembre de 1975, cuando decidió casarse con Ana, Bergoglio bendijo su matrimonio.

Al año siguiente los militares allanaron su humilde vivienda. No encontraron nada subversivo, pero la casucha quedó destruida. Los Gobulin y otros jóvenes del barrio no se dejaron intimidar. Visto que Sergio y Ana no habían aprendido la lección, en octubre de 1976, siete meses después del golpe de Estado, los militares volvieron para secuestrarlos. Ana escapó porque no se encontraba en la casa con su hija de pocos meses. A Sergio lo descubrieron en flagrante actividad subversiva: estaba construyendo una red de agua con la ayuda de los habitantes de la villa. Una conspiración de agua potable. Si su vida no hubiera corrido peligro, hoy podría reirse de la situación. También habían puesto en marcha una escuela nocturna en la villa, un dispensario médico gratuito y un servicio de ayuda para las madres solas.

“Bergoglio movió cielo y tierra para que me dejaran en libertad”, cuenta Sergio. Dieciocho días después recién tuvieron noticias de él. Cuando por fin los militares lo dejaron salir de un centro de detención jamás identificado, estuvo internado con un nombre falso en el hospital italiano de Buenos Aires. Un mes más tarde apenas podía dar algunos pasos.

“Los días que estuve secuestrado fueron realmente duros –cuenta Gobulin- no solo por las torturas físicas sino también psicológicas. Cuando recuperé la libertad supe, a través de mi familia, todo lo que hizo el padre Jorge para buscarme y para que me dejaran libre”.

Con Ana pensaron mudarse al interior del país hasta que la situación volviera a ser normal, “pero Bergoglio nos dijo que si no nos íbamos volverían a encontranos y terminaríamos igual que los desaparecidos”.

Organizar la fuga no era fácil. Bergoglio los acompañó hasta el muelle donde zarpaba un transatlántico rumbo a Portugal. La imagen del barco que se alejaba al atardecer por el Río de la Plata aquel día no tenía nada de romántico. Era la imagen de un fracaso. Eso pensaba Sergio. El padre Jorge también le había dado un poco de dinero para afrontar los primeros tiempos en Italia.

Apenas le fue posible, Bergoglio viajó a Santa Fe donde vivía la madre de Sergio. La mujer no podía costear un pasaje a Italia del norte. “Ve a encontrarte con tu hijo”, le dijo poniéndole un sobre en la mano. Había dinero suficiente para ir y volver.

“En realidad no renunciaba a la idea de volver a Argentina”, recuerda Sergio. Al principio, en la casa que habían alquilado ni siquiera ponía un clavo. “Total dentro de seis meses volvemos a Buenos Aires”, le repetía a Ana. Ella fue quien lo convenció sabiamente de que debían quedarse. “Después llegó otro hijo y ya no volvimos nunca más”. En octubre de 2013 los Gobulin fueron invitados a almorzar a la residencia de Santa Marta, en el Vaticano. Con Francisco hablaron de los viejos tiempos y rieron mucho. Y hasta tuvieron tiempo para intercambiar ideas sobre la manera de reformar las estructuras eclesiales. “Jorge sigue siendo un amigo, aunque ahora es Papa”, dice Sergio, quien no oculta su agnosticismo. Cuando habla con él, le resulta difícil llamarlo Francisco. Y él le contesta con el mismo humor que tenía cuando lo visitaba en la villa. “Mirá que en el Registro Civil no me cambiaron el nombre. Podés seguir llamándome Jorge”.

Artículo originalmente publicado por Tierras de América

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