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Ríete un poco de tus agobios

 <a href="http://www.shutterstock.com/pic.mhtml?id=147912089&src=id" target="_blank" />Hard laughing young man</a> © Sergey Furtaev / Shutterstock

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 27/07/15
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Paciencia con tu debilidad, compadécete, con medida, de los demás y de ti
Muchas veces despierta en mí la compasión el dolor de los hombres, su hambre, su soledad. El ver perdidos a tantos. Tanta angustia, tanto dolor. ¿Qué hago?
 
No se puede ser sacerdote, ni cristiano, ni hombre siquiera, sin esa compasión. Cuando uno no tiene esa compasión en la vida, cuando el dolor del pobre no despierta un amor más hondo, sino sólo desprecio, quiere decir que no hemos sido tocados por Dios en lo más profundo.
 
Debe haber entonces un problema en nuestro corazón. Estaremos demasiado heridos, o demasiado endurecidos por la vida. Si no se despierta la compasión, tal vez quiere decir que todavía no somos como Jesús.
 
Tenemos un corazón de piedra. Puede que hablemos de Dios, grandes discursos y homilías, pero no tengamos dentro su amor, enraizado, hundido en el alma, grabado a fuego.
 
Jesús se conmovía con todos, especialmente con los más débiles. Y se ponía en camino, se acercaba. Curaba, tocaba, bendecía. Hoy se conmueve al ver a tantos hombres con hambre. Otras veces se conmueve con la enfermedad o con el pecado.
 
Siempre se conmueven sus entrañas. ¿Y las mías también se conmueven? A veces me siento frágil e impotente.
 
Quiero tocar el cielo con las manos y atraer a la tierra todo el amor escondido en el corazón de Dios. Me gustaría descargarlo como una lluvia inmensa que llenara tantos pozos vacíos de amor. Me gustaría.
 
Me compadezco. Sufro con el que sufre. Me siento tan impotente para aliviar el dolor de tantas personas que padecen. No alcanza con mi pan. Miro a Jesús. Veo sus manos bendiciendo. Quiero que multiplique mi pan. Que valga mi vida para muchos.
 
Pero también quiere Jesús que tenga compasión de mí mismo. Paciencia con mi debilidad. Quiere que me mire y no me condene. Que observe mi vida con paz y alegría. Que me ría de mis agobios y descanse. Que disfrute de lo que tengo sin amargarme por lo que se me escapa.
 
Quiere que tenga compasión de mí, pero no esa autocompasión que leía el otro día: “Teresa me cuenta que tiene una amiga que se compadece de sí misma, se da pena, se cree una pobrecita y por tanto se trata como a una pobrecita. Emprende su vida cada día dándose pena e invierte en sí misma como una pusilánime. La rentabilidad que recoge es la de una estima baja, pobre y penosa, inseguridad, intranquilidad y pesimismo” [1].
 
Esa compasión no nos hace falta. Es una compasión que nos enferma. Dios no quiere que nos tomemos tan en serio. Quiere que no nos demos mucha importancia. Que nos riamos de nuestros agobios.
 
Decía el Padre José Kentenich: “No darme importancia por mi trabajo. Tampoco debo darme importancia por mis debilidades. No debo darme importancia por mis miserias, por mis limitaciones. No debo hacer de ello mucho caudal. Debo considerarlo con naturalidad. Cualesquiera que fuesen los pecados que haya cometido en mi vida. No darme importancia[2].
 
Mirar mi vida con sencillez. Como las personas sencillas. Que no me tome demasiado en serio. Que no me agobie con la pobreza de mi vidaCompasión con los hombres. Compasión conmigo mismo.
 
Que me quiera en mi pobreza y acepte mi pequeñez como camino de vida. Con la sencillez de los niños. Que sonríen con la vida. Que se alegran con lo que tienen.

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