No podemos calmar todo el hambre del mundo, todo el dolor, pero podemos compartirlo
Hoy en el Evangelio Jesús muestra su compasión por aquellos que tienen hambre. No sé si el desconcierto es más de la gente que come o de los apóstoles a los que pidió que buscasen algo de comer.
Jesús siempre rompe esquemas. A Jesús le da igual el orden de prioridades. ¿Qué vería Él al levantar la mirada? La mirada lo cambia todo. Cuando levanto la mirada soy capaz de conmoverme por lo que le sucede delante de mí.
Pero, ¡cuántas veces no la levanto! Sigo de largo. Me miro a mí mismo. Miro mi móvil. Mis preocupaciones, mis temas. Jesús miró a los hombres y se conmovió. Vio el hambre y la sed, la soledad y el miedo. Es compasivo. Se acerca. Él necesita que yo también sea compasivo.
Jesús busca que sus discípulos den de comer a tantos. Quiere que ellos desarrollen esa mirada de misericordia. Quiere que sean compasivos. Pero ellos no tienen nada, sólo unos panes y unos peces.
Muchas veces he pensado en esta escena. Jesús buscando a los discípulos para que den de comer a tantos hombres. Son demasiados. Es demasiado poco el pan. Ellos son pobres. No tienen tanto. Me conmueve.
Pienso en todos ellos intentando pensar una solución. ¿Por qué no los despedía para que fueran tranquilamente a sus casas y pasaran la noche? Parece exagerado intentar dar de comer a tantos hombres. ¿Con qué fin?
Alguno pensaría que el corazón del hombre no es agradecido. Al día siguiente se habrían olvidado. Era innecesario. ¿Para qué tanto esfuerzo?
De repente aparece un niño con unos panes y unos peces, y los ofrece. Como si con eso estuviera resuelto el problema. Me gusta la ingenuidad del niño que trae su tesoro pensando que con eso será suficiente. Él no lo sabe en el fondo, pero sí basta. Los discípulos lo verían absurdo.
Este Evangelio siempre me conmueve: “Felipe le contestó: – Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco. Entonces intervino otro de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, diciendo: – Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes y dos peces; pero ¿qué es esto para tanta gente?”. Jn 6, 5-11.
El niño ve más que los discípulos. Jesús ve más que ellos. En la vida me pasa a veces. No veo más allá de mi problema, de mi miedo, del hambre y la sed. No creo.
Tal vez a mí, como a los discípulos, me falta esa mirada pura e ingenua de los niños. Me quedo tantas veces en lo práctico. Me desborda la dimensión del problema, el número de personas aquella tarde.
Veo el hambre y la sed del mundo y me encuentro desbordado. Me conmueve tanto dolor, tanta hambre. No puedo calmar la sed ni el hambre, sólo tengo unos panes y unos peces. Mi poco tiempo, mi vida breve. ¿Qué puedo hacer yo?
Pienso que, tal vez, no hago lo suficiente. Pero luego llego a concluir que nunca será suficiente. Ni con todo el pan del mundo, ni con todo el tiempo del mundo. No bastaría. En ocasiones eso me quita la paz.
Me conmovía este año una mujer que lloraba en confesión al ver tanto dolor en el mundo. Sufría, se sentía impotente. Me conmovió su alma grande y sensible. Porque cuando el alma es grande es capaz de sufrir con el que sufre y compadecerse con el que lo pasa mal.
Tal vez yo no lloro. Pero me conmueve mi impotencia. Pienso en ese niño que no tenía tampoco suficiente. Pero dio lo que tenía. Pienso en los apóstoles con sus manos vacías desbordados al ver tanta gente. Ni Andrés, ni Felipe, sabían qué hacer. Pedro callaba. Ninguno podía responder a Jesús.
Él miraba enternecido a sus hijos. Seguro que en su corazón se conmovía ante la ingenuidad de los apóstoles, ante su inocencia, ante su torpeza. Él era Dios y sí podía multiplicar esos panes y esos peces.
Eso me emociona siempre. Jesús, cada día, convierte en mis manos el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre. Pero antes sólo son pan y vino. Poco pan. Poco vino.
Jesús en su cuerpo y sangre cambia los corazones. Pero necesita que yo ofrezca antes mi pan y mi vino cada día, para que luego su cuerpo calme el hambre de infinito de tantos corazones. Necesita que yo entregue lo que tengo.
Yo le ofrezco el pan con humildad. Con ese sentimiento de impotencia: “Jesús, aquí lo tienes. No tengo nada más. Lo que tengo te lo doy”. Así con sencillez. Ofrezco sólo lo que tengo y miro como miran los niños, confiando. Doy de lo que tengo.
Jesús no piensa primero en el bienestar espiritual, no se pregunta si todo lo que les ha dicho a esos hombres y mujeres antes ha calado su corazón. Quiere saciar su necesidad material. Luego podrá reconducir su mirada.
Comenta Tomas Merton: “Es bastante fácil decirle al pobre que acepte su pobreza como voluntad de Dios, cuando tú tienes ropas abrigadas, mucha comida, cuidados médicos, un techo sobre tu cabeza y no te preocupa el alquiler. Pero si tú quieres que ellos te crean, trata de compartir algo de su pobreza. ¡Y ve si puedes aceptarla como voluntad de Dios!”.
No podemos calmar todo el hambre del mundo, todo el dolor, pero podemos compartirlo. Podemos dar lo poco que tenemos. Nuestro pan, nuestros peces.
Podemos ofrecer nuestro tiempo. Acariciar la renuncia. Palpar la ausencia. Podemos vivir la sed y el hambre. Tantas veces lo hacemos. Podemos ser solidarios con el que no tiene y no pretender calmar su hambre con una oración o una sonrisa.
Decía el Papa Francisco: “No es buen cristiano el que no es justo con las personas que dependen de él, el que no se despoja de lo necesario para él para dar al que lo necesita. ¿Qué puedo hacer por los niños, por los ancianos, que no tienen la posibilidad de ser visitados por un médico? ¿Qué haces por esa gente?”.
No podemos comprender al que sufre si nunca hemos sufrido. No podemos saber lo que es el hambre si siempre hemos tenido de todo. Nunca podremos empatizar con el que no tiene, si siempre hemos tenido.
Nos ponemos en el corazón de esos miles de hombres con hambre y sed. La solidaridad comienza cuando bajo de mis muros que me protegen y aíslan. Cuando siento lo que otros sienten. Cuando deseo lo que otros desean.
Jesús vivió el hambre y la sed, el dolor por la pérdida, la angustia en la ausencia. Jesús enterró a su padre y supo del dolor de su madre María. Vivió la muerte de cerca y por eso se compadecía del dolor del hombre.
No permaneció protegido. No se hizo ajeno al dolor de los hombres. Lo compartió. Así como hoy comparte el pan con ellos. Entrega lo que tiene. Nos pide que entreguemos lo que tenemos. Sólo eso.
El muchacho le entrega a Jesús todo lo que tiene. Sin guardarse nada. ¿Me entrego yo con la misma generosidad? Tantas veces me reservo cosas. Me guardo. Doy con miedo, doy hasta cierto punto. No doy hasta que duele. Temo perderlo todo y me reservo siempre algo por si acaso.
Jesús toma hoy los panes, da gracias al Padre, y los bendice. “Dijo Jesús: – Haced que se recueste la gente. Había en un lugar mucha hierba. Se recostaron, pues, los hombres en número de unos cinco mil. Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los partió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron”.
¡Cuántas veces en su vida haría esto hasta la última cena! Tantas, que en Emaús lo reconocieron por ese gesto. Cada día me toca repetir ese momento. Me impresiona mucho. Lo hago con temor y temblor.
Dios me toma. Nunca rechaza mi amor. Nunca me dice que no es bastante lo que le ofrezco. Toma en sus manos mis panes que son sagrados porque Él los toca. Los recibe con inmensa alegría. Mi vida, mi pobreza, mi dolor.
Pronuncia sobre mí la acción de gracias, su bendición. Me dice que sí, que mi vida vale la pena. Me agradece lo que doy egoístamente. Me bendice, me ofrece.
Agradezco por tantos dones que he recibido en la vida. Se los ofrezco a Dios que me lo ha dado todo. Le devuelvo lo que viene de Él. Porque es suyo. Porque no es mío.
Es un intercambio fácil y cómodo. ¡Cuánto nos ha bendecido Dios a cada uno! Bendice nuestra tierra. Nuestra historia. Nuestras raíces. Nuestro camino de vida.