Un recorrido por el pensamiento del Papa Francisco desde que era Jorge Mario Bergoglio
¿Cree usted en la existencia de Satanás? Tal vez le ayuden estas vehementes palabras de Francisco: “A esta generación y a muchas otras se les ha hecho creer que el diablo era un mito, una figura, una idea, la idea del mal ¡pero el diablo existe y nosotros debemos combatir contra él! ¡Lo dice San Pablo, no lo digo yo! ¡Lo dice la Palabra de Dios!” (Homilía en Santa Marta el 30 de octubre de 2014).
No nos cabe duda de que en la vida encontramos mal y tentación, sufrimiento y división, y en tantas ocasiones nos tambaleamos ante las pruebas.
Francisco ha hablado del ángel caído en numerosas ocasiones, siendo Pontífice, Arzobispo de Buenos Aires y antes como un sencillo sacerdote, advirtiendo a los fieles sobre la influencia que los poderes malignos pueden tener sobre nosotros, si les dejamos. ¿Cómo intenta el demonio degradarnos y destruirnos?
Dos son sus objetivos principales: que perdamos la fe y la esperanza y que perdamos la unidad.
Para que la esperanza y la fe se diluyan o incluso desaparezcan nada mejor que sustituir en el corazón al Señor por otros ídolos seculares, lo que puede conseguirse a través de dos estrategias:
La primera es alentar la vanidad o, en el inconfundible tono porteño de Jorge Bergoglio: “[el demonio] Nos soba el lomo para que no estemos en la esperanza”, invitándonos a evitar el combate de cada día, el esfuerzo sostenido ante las dificultades cotidianas y animándonos a buscar otras vías alejadas de Jesucristo: “En vez de ir por el camino, nos presenta el atajo, el sendero. Nos seduce, nos quiere arrancar la esperanza, esa que no defrauda.” (Homilía el 2 de junio de 2007).
La segunda es ofrecernos una alternativa que, aunque al final sepamos que se estampa en la barrera de la muerte, es inmediata. Se trata de los pequeños bienes de este mundo, del consumismo, del ascenso social, en definitiva, de sustituir a Dios, quedando entrampados “en los ruidos alienantes de propuestas pasajeras o mentirosas. (…) falsas promesas de luz que hace el demonio a quien Jesús llama “el padre de la mentira” (Homilía en la Misa de Nochebuena de 2003). Serían muchas las citas de la Encíclica Laudato Si’ que podríamos transcribir y que ayudarían a enfatizar esta idea.
No se conforma con eso, el Enemigo también quiere división, porque sabe que el testimonio del amor que se da en la unidad entre los cristianos hace evidente la Presencia de Cristo a los bautizados y a los no bautizados. La Eucaristía nos lleva a formar parte de un solo Cuerpo y a ser un solo pueblo, una unidad, y el diablo quiere destruirla: “El demonio no se queda tranquilo, es el padre de la mentira, es el padre de la discordia, el padre de la división, el padre de la violencia. Y a ese padre no lo queremos porque ese padre no nos hace hermanos, nos divide.” (Homilía el 1 de octubre de 2006).
Y la táctica siempre es la misma: comienza con la tentación y, si no la rechazamos inmediatamente, ésta comienza a crecer, a tomar importancia, y llega a contagiar a los demás hasta que consigue, además, justificarse utilizando la mentira, las calumnias, las ideologías y todos los métodos por los que conseguimos engañarnos a nosotros mismos a poco que nos animen.
“Pensemos en una habladuría, por ejemplo: yo siento un poco de envidia por aquella persona, por aquella otra, y antes tengo la envidia dentro, solo, y es necesario compartirla y va a lo de otra persona y dice: ‘¿Pero tú has visto a esa persona?’… y trata de crecer y contagia a otro, a otro… Pero éste es el mecanismo de las habladurías ¡y todos nosotros hemos sido tentados de caer en las habladurías! Quizá alguno de ustedes no, si es santo, ¡pero también yo estoy tentado por las habladurías! Esta es una tentación cotidiana. Comienza así, suavemente, como el hilo de agua. Crece por contagio y, al final, se justifica.” (Homilía el 11 de abril de 2014).
Debemos ser conscientes de que nuestra fidelidad al Evangelio y al la Iglesia será motivo de mayores ataques, porque Satanás aborrece el amor a Dios y el amor entre los hombres. No seamos ni ingenuos ni cobardes: caminemos atentos, con temor y temblor, y también y sobre todo conscientes de que Cristo ya ha vencido y nos acompaña siempre. Puede ser que en ciertos momentos encontremos el desaliento que nos tiente a desfallecer, pero hay muchos motivos poderosos para sostener la esperanza.