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Juan Ávila Estrada - publicado el 18/07/15

El mundo es veloz y nadie quiere llegar tarde, aunque a veces no esté claro hacia dónde se corre

La irrupción de la internet en la vida personal y social, la proliferación de redes sociales y la cada vez más rápida evolución de la tecnología nos han hecho un poco de todo: tanto bien como mal.

Utilizando las palabras de Jesús de un modo arbitrario podemos decir que “no existe nada oculto que no llegue a saberse y nada que se haga en lo escondido que no salga a la luz”. 

La globalización de la comunicación y  la inmediatez de la noticia nos mantienen al tanto en fracciones de segundo de lo que pasa al otro extremo del mundo donde el sol ya se ha ocultado; por escondidos que estemos, aun en los espacios más privados de nuestra vida siempre hay una lente que lo capta todo, lo graba todo para luego difundir en la red.

Nada se ha escapado a este galimatías pues algo que no se pase por los medios virtuales no tiene existencia para el mundo. Es por ello que cada fracción de la sociedad  evoluciona de acuerdo a lo que los cambios meteóricos de la tecnología van presentando.

¿Se puede afirmar que las relaciones humano-afectivas también han quedado sujetas a este cuadro no tan halagüeño? Sin dudas que sí.

Citando al profesor Zygman Bauman podemos decir que vivimos en una cultura caracterizada por la “licuidad” (identidad líquida, cambiante, inestable, amoldable a cualquier recipiente) en donde hasta el amor se hace flotante, sin responsabilidad hacia la otra persona, precaria en sus vínculos y donde todo se reduce a una relación sin rostro que nos ofrece la web. “Cultura líquida” es el nombre que él ha dado.

Hoy es más difícil encontrar quien quiera zambullirse en la experiencia de un amor verdadero y dejarse maravillar por las profundidades del compromiso y de la donación.

Es más fácil y menos riesgoso para todos surfear en las olas que traen consigo el estímulo de lo novedoso, de la adrenalina que se quema en la periferia de la piel dejando los afectos verdaderos en puras sensaciones vacías.

Nuestras relaciones se han hecho transitorias y volátiles, se le llama a cualquiera “mi mejor amigo” o mi “nueva pareja” como si saltar de un lado para otro en las relaciones verdaderas que sólo el tiempo cultiva y madura no dejaran nada más que vacío y sinsabores.

Hoy todo suele ser “líquido”: el amor, la ética, la verdad, la bondad. Ya no hay solidez en ningún concepto, en ninguna acción, en ningún valor. Cada cosa depende del recipiente mental que lo contenga y de la cultura que la ha moldeado.

Es por ello que en lo que tiene que ver con el amor, el no-compromiso  suele ser  la norma permanente que le acompaña.
Para qué complicarse la vida, para qué desgastarse en una relación que permanentemente hay que cultivar. De qué sirve, piensan algunos, entrar en un proceso de espera en el que el tiempo, y el sí se encarguen de madurar un cultivo.

El mundo es veloz y nadie quiere vivir a la zaga sino a su par o a la vanguardia. Los chicos tienen prisa, no saben para dónde van pero corren sin parar; sienten que sus demás compañeros ya han vivido cosas que ellos no han vivido y eso no se lo perdonan.

Estamos en un tiempo sin certezas donde la libertad conquistada cobra con angustias la obligación de asumir las consecuencias de nuestros actos.

Necesitamos volver a un mundo más sólido, con  valores inmutables en el que lo bueno sea bueno para siempre y lo
malo no se modifique simplemente por la conveniencia.

Contra amores “líquidos”, amores “sólidos”, no petrificados pero sí sustentados sobre convicciones rocosamente sostenibles y duraderas en el tiempo.

Que no sólo creamos en el amor “para siempre” porque sólo lo que perdura vale realmente la pena, sino que también nos empeñemos en construirlo, en darlo y recibirlo sin temor.

Que la inestabilidad de una vida líquida no nos haga escurrir en las manos de un Dios que supo amasarnos y hacernos perfectos para su gloria. 

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