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Cómo Dios ve tus límites y errores (quizás te sorprenda…)

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 07/07/15
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Dios se asombra ante mis torpes obras, y se alegra también con mis fracasos y heridas
Dios nos ama con una infinita ternura. Eso es lo más importante, como decía el Padre José Kentenich: “El amor es siempre la llave mágica que abre el corazón del hombre”[1].
 
Nos empuja por los caminos. Nos llama sobre las aguas para que nos acerquemos hasta Él confiando en nuestras fuerzas, en sus fuerzas. Nos espera cuando huimos en la dirección equivocada.
 
Tiene su amor la llave de nuestra alma. Jesús nos conoce tan bien, que está a la vuelta de la esquina por donde sabe que vamos a ir. Porque conoce nuestros pasos, porque nos ama desde el seno materno.
 
No se indigna con nuestras decisiones irresponsablesEspera con infinita paciencia. Y sabe que siempre de nuevo podemos volver a encontrarnos. No se baja de mi barca aunque yo quiera quedarme solo. No se aleja de mis pasos aunque yo corra por los caminos.
 
Confía con un amor infinito en la belleza que un día escondió detrás de mis ojos. Y se entusiasma como un niño al ver todo lo que consigo con los dones que Él mismo me ha dado.
 
Me abraza cuando me rebelo. Me consuela cuando me desespero. Y vuelve a creer en mí cuando yo mismo no creo.
 
Hoy miro mi vida con paz, mi corazón herido. Confío porque Él confía y creo porque Él cree. ¿Cuáles son mis fuerzas? ¿Cuáles mis debilidades? ¿Qué rumbo siguen mis pasos?
 
Miramos nuestra debilidad y no nos desanimamos. La fuerza está en mi debilidad. Estas palabras de Pablo siempre me conmueven: “Para que no tenga soberbia me han metido una espina en la carne: un ángel de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al Señor verme libre de él; y me ha respondido: – Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad. Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte”. 2 Corintios 12, 7-10.
 
Me glorío, me alegro en mi debilidad. Si soy débil soy fuerte. Si fracaso no me turbo. Al aceptar mis debilidad dejo que la luz de mi ideal, la luz de la fuerza que brilla en mi interior, me levante y me permita ponerme de nuevo manos a la obra.
 
Cuando me muestro ante Él necesitado, Dios entra por la grieta que deja abierta mi debilidad. Se alza por encima del muro que se derrumba en mi torpeza.
 
Me cuesta pensar que María se alegre sólo cuando le traigo mis pequeños logros. La cartilla llena de buenas notas y éxitos. Esas torpes hazañas de los niños cuando les entregan a sus padres sus garabatos.
 
Piensan que son obras de arte. Y sus padres les hacen ver que son los mejores dibujos nunca antes pintados. Les animan a seguir pintando garabatos. Son los garabatos que más alegran.
 
Dios se asombra ante mis torpes obras. Y se alegra también con mis fracasos y heridas. Con la sangre en mis rodillas. Con el pantalón roto y sucio después de la batalla de la vida.
 
Por eso se lo entrego todo a María lanzándolo a lo alto. Ella, milagros de esta vida, lo transforma en gracias que regala a manos llenas. Y no me las regala a mí, como si ello fuera parte del intercambio, parte de la justicia. No, no funciona así. Ella se las regala a quien cree que las necesita más.
 
Me gusta el intercambio. Mi debilidad a cambio de gracias para otros. Lo que era sucio y pobre, lo que estaba vacío y roto, se convierte en fuente de vida para aquel que lo recibe. Me encanta esa imagen. Dios da sin haber hecho nada para merecerlo.
 
Mi aspiración al ideal brota de un corazón roto, enfermo, frágil. Pienso que mi barca es una barca rota. No es un trasatlántico capaz de surcar grandes mares. No lograré con él dar la vuelta a ningún mundo.
 
Mi barca está rota. Entra el agua. Y Jesús está en ella.
 Eso me consuela. Nos hundimos juntos, nos salvamos juntos. Achicamos juntos el agua que nos moja los pies. Izamos las velas desgarradas.
 
Colocamos bien el timón que se mueve a veces a su antojo siendo poco dócil al rumbo marcado. Recogemos los remos caídos en medio del océano. Jesús en mi barca. Yo en la suya.
 
Porque mi barca es suya. O es la suya la que es mi barca. Ya no soy capaz de distinguirlo. Sólo sé que su fuerza me lleva a su lado por el mar. Y mi debilidad es la grieta por la que penetra la fuerza de su fuego.
 
Me gustan esos ideales altos que le dan viento a mis velas. Esos ideales que parecen inalcanzables y por ellos yo suspiro. Me gustan esos sueños elevados que llegan a las cumbres más altas.
 
Sin dejar de reconocer la pobreza de mis pasos, la debilidad de mis brazos. Sujetando la vela. Sosteniendo el timón. No importa. Jesús me da su fuerza y surcamos los mares. No tengo miedo, no tiemblo. O sí, no importa tanto. Cuando tengo miedo, miro la estrella, miro sus ojos, y confío. Camino, corro, me elevo, espero, me detengo. El ideal me lleva.
 
Dice el Padre José Kentenich: “Seguramente debiéramos cortar mucha cosa enfermiza, pero también, muchas cosas pueden permanecer. ‘Cada uno debe trazar sobre sí la imagen de lo que debe ser. Si no consigue realizarla, no satisface su aspiración’, decía Angelus Silesius. Cada uno tiene un determinado reflejo e impulso hacia Dios, y a éste puedo dedicarme[2].
 
Sueño con sus brazos adaptándose a la cruz de mi vida rota, herida, caída. Sueño con su vida mezclada en la debilidad de mi alma, confundida entre mis pasiones. Sueño con su fuego y mi paja ardiendo en sus manos sin consumirse.
 
Sueño despierto y dormido con lo que no soy y deseo, con lo que no poseo, con lo que sólo anhelo. Sueño con abrir con mis ojos los paisajes más maravillosos que Jesús para mí sueña.
 
Pretendo dibujarlos en el azul del océano, con pulso firme. Quiero tocar con mis dedos las cumbres que aún no descubro. Hollar su nieve. No tengo en mi mente nada que se le parezca al sueño que vibra dentro. ¡Cómo expresarlo en palabras!
 
Espero tocar el cielo con mis manos que no vuelan. Pero sé que si soy pobre, soy rico cuando le tengo a Él en mi vida, en mi barca rota, en mi voz que grita en medio de las olas. Y sé que si soy débil, y me alegro con mis debilidades, ¡paradojas de la vida!, su fuerza será mi estrella y sus manos harán de barca.

Me sorprende esa libertad de Pablo para hablar de su herida y de su espina. Una espina en la carne que marca sus pasos. O los detiene. O hace más lento su andar. Mucho se ha escrito sobre esta espina, sobre el aguijón de su carne. La gracia le basta.
 
Pero él pide la liberación. Y la gracia le tiene que bastar. Se ha hablado mucho del significado de esa espina. Se ha pensado en una enfermedad, o en el dolor por sus hijos que sufrían o perdían la fe, o en los fracasos apostólicos que experimentó en las iglesias por él fundadas…
 
No sabemos bien a qué se refería en concreto. Lo que es seguro es que pidió a Dios que le quitara el aguijón hasta tres veces. Y tres veces escuchó que la gracia de Dios le bastaba.

 

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