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La importancia de hacerse pequeño

Pájaro en mano

© Alberto Martín / Flickr / CC

Pájaro sobre la palma de una mano.

Carlos Padilla Esteban - publicado el 22/06/15

Tengo miedo y desconfío, quisiera aprender a descansar en las manos de Dios

Es curioso, siempre utilizamos la imagen del gorrión y la colocamos en las manos del Padre. Un gorrión que busca morada en los atrios de la casa de Dios: “Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo. Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido”.

Esa imagen del salmo 83 nos da alegría. Una imagen idílica, bella. Un gorrión sin miedo, cobijado, seguro en la casa de Dios. Como mi corazón que anhela ese descanso. Una imagen poco común.

El gorrión vive normalmente con miedo. Desconfía de las manos de los hombres. Huye del ruido y de los peligros. Por eso intenta volar más alto, para evitar a los hombres.

Una persona rezaba: “Quiero amanecer despacio. Quiero sufrir y gritar fuerte. Quiero alegrarme y sufrir, todo ello en un instante. Verlo todo negro y luego verlo todo lleno de luz. Con tus ojos, con los míos. Quiero escribir mi nombre en los árboles del camino. Para nunca andar perdido. Para caminar muy quedo. Quiero vestirme de día, de esperanza, de alegría. Quiero escuchar en la noche el canto de tu esperanza. Descifrar en la tiniebla tu mano sobre la mía”.

Muchos siguen perdidos. No ven la luz. Parece que no se salvan. Es cierto que cuando estamos más desesperados es cuando alzamos la mirada a lo alto. Suplicamos ayuda. Y vemos un rayo último de esperanza.

Muchas veces no pido ayuda. Muchas veces no ayudo a otros a encontrar la salida. O no me piden ayuda. Y al caer la noche veo una luz, una esperanza y salgo. Desaparece el miedo. Brillan las estrellas.

Quisiera aprender a descansar en las manos de Dios. Sin miedo. Sin querer controlarlo todo. En sus atrios. Como un niño. Con paz. Un gorrión en la casa de Dios.

Estoy tan lejos de vivir con esa confianza. Tengo miedo y desconfío. Y no busco la ayuda de los hombres. Porque me cuesta reconocer mi debilidad, mi necesidad, mis heridas.

Aprender a confiar en las manos de Dios. Sin pensar que va a desaparecer de nuevo. Sin creer que mi vida no le importa. Simplemente dormir a su lado, en su regazo, como los niños. Así quisiera confiar siempre.

A veces tendemos a hacernos como Dios en lugar de descansar en Dios, haciéndonos pequeños. No aceptamos los límites que la naturaleza nos impone. Nos cuestan las correcciones de los demás. Juzgamos al que nos juzga.

Porque nos molesta equivocarnos y ser imperfectos. No queremos caer. No queremos que el mundo nos condene. Nos importa mucho lo que los demás piensan, cómo nos ven.

Por eso tantas veces nos escondemos detrás de una imagen, nos protegemos. Tememos el fracaso y la pérdida de nuestra fama. Cuando nos juzgan, cuando nos condenan, lo vemos todo negativo.

Y nos puede pasar lo que leía el otro día: “Me pongo en plan víctima y me quejo a los demás, focalizo mi atención en lo malo, en lo que no sale, en lo que me fastidia. Veo amenazas, me quedo quieto y espero que alguien venga a salvarme, me empobrezco, me voy apagando, transmito pesimismo”[1].

Nos dejamos llevar por nuestros sentimientos y desconfiamos. De Dios y de nosotros. Nos cuesta entonces creer en el poder de Dios, en su cuidado y protección. No queremos ser frágiles y débiles. No queremos ser como un gorrión en las manos de Dios.

Decía el Papa Francisco: “Hay que hacerse pequeño para experimentar las caricias de Dios Papá en el corazón de Jesús. Las heridas del pasado deben ser puestas en el corazón de Jesús para que Él las sane”. 

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