Ser parte de la vida pública exige del católico una cuota alta de heroísmo y radicalidad
“Estamos llenos de corruptos”, “Ya no se puede confiar en nadie”, “Todo el mundo te roba”. A pesar de ser el país con los índices más bajos de Latinoamérica en corrupción, el pesimismo y la desconfianza se ha generalizado en Chile por los últimos escandalosos casos que llenan los periódicos y la televisión.
Es que parece no existir arista de la sociedad donde la corrupción no pueda llegar: la política, la economía, las empresas, las inmobiliarias, el fútbol, la Iglesia. Es comprensible la indignación de millones de chilenos. Y también es comprensible la franca decepción de muchos católicos al ver a hermanos en la fe ser partícipes de estos indignantes casos. El Papa Francisco ha hablado con coraje y humildad sobre la corrupción, y también ha reconocido sin tapujos que en la Iglesia ciertamente existen estos terribles casos.
¿Qué podemos hacer como católicos ante esta situación? ¿Cómo ser un aporte para la sociedad, siendo que muchas veces son católicos los que han generado la corrupción? Específicamente los católicos que están en política y en puestos de servicio en la sociedad… ¿Cómo mantenerse honrados sin perder sus propios ideales, ni la integridad de sus opciones libres que los llevaron a servir a sus hermanos?
Este problema no es algo nuevo en la vida del pueblo de Dios. En los Hechos de los Apóstoles se relata el caso de Ananías y Safira -matrimonio de la primera comunidad cristiana-, que mucho tiene que ver con estos casos tan recientes. El relato nos cuenta que Bernabé había vendido una propiedad y dio generosamente todo el dinero para el sustento de los cristianos.
Luego de esto, probablemente admirados con el gesto de ese hombre generoso, la pareja decidió vender una propiedad para donar también el dinero a la comunidad. Pero a diferencia de Bernabé, ellos mintieron respecto al precio de venta. Luego de guardar una parte para ellos, dijeron estar donando todo el valor a la comunidad.
San Pedro descubrió la mentira y decidió enfrentar a la pareja. En primer lugar insistió en que nadie estaba obligado a regalar sus bienes a la comunidad. Pero si habían decidido hacerlo libremente, ¿por qué mentir a sus hermanos? Y más gravemente aún, ¿por qué mentir a Dios guardando algo para ellos?
El desenlace de la historia es conocido, tristemente trágico para los esposos. Nadie obliga a alguien a participar en la vida pública por el bien común. Nadie obliga a un político a serlo, ni a un empleado público a serlo. Pero si ellos eligen ese estilo de vida por una vocación particular de servicio, ¿no deberían mantenerse fieles hasta la muerte? Santo Tomás Moro fue un claro ejemplo de ello. No sólo se mantuvo firme por el bien de sus valores y del pueblo, sino por el valor de la Verdad. Y le costó su propia vida esa coherencia.
Ser parte de la vida pública exige del católico una cuota alta de heroísmo y radicalidad. Si no se está dispuesto a ello, es mejor no entrar en ese mundo. Es mayor el daño que se hacer queriendo ayudar a la sociedad pero sucumbiendo en el camino, que abstenerse de un estilo y modo de vida del cual no somos capaces o no estamos llamados a encarnar.
Ahora bien, si se tiene ese llamado particular y se está dispuesto a vivir el sacrificio necesario, hay que prepararse espiritual, intelectual y técnicamente para convertirse en un auténtico agente de transformación. Sin miedos, sin titubeos, sin medias tintas. Pero con la humildad de quien se sabe siempre un frágil y limitado servidor del mayor de los Servidores.
P. Sebastián Correa Ehlers
Artículo originalmente publicado por Centro de Estudios Católicos