El otro día pensaba en la bienaventuranza que me identificaba para vivir esta semana. Pensé en la primera: Bienaventurados los pobres en el espíritu. Son felices porque no poseen nada, porque no han puesto su seguridad en lo que poseen y por eso viven con fuerza el presente. Y, curiosamente, no le temen tanto al futuro.
Por eso pensé que me gustaría vivir así cada día. Sin agobios, despreocupado, confiado, como los niños. Pensé en algo que leía el otro día:
“Hay dos campañas publicitarias habituales que trasmiten un mensaje muy interesante. Una dice: ¿Cosas a hacer antes de morir? Vivir. Y otra: Vive ahora. Ambas trasmiten una atractiva idea de vivir en el momento, hacer lo que podamos hacer ahora, en este momento. Ambas se refieren al placer porque anuncian bebidas, pero nosotros lo podemos aplicar a lo que nos parezca. Por ejemplo a nuestros ideales, a los proyectos, a los propósitos. Voy a vivirlos ahora. No sé qué pasará mañana, pero si los vivo en presente a cada instante, seguramente llegue hasta el final”[1].
Vivir el presente es un don. Muchas veces vivimos pensando en lo que ya ha pasado o agobiados por lo que ha de venir. Vivir el presente como los niños es una gracia. Vivir sin olvidar el pasado, porque sobre él se asienta nuestra vida. Pero sin temer el futuro, porque ese miedo no es sano.
Y recuerdo entonces una canción de la Hermana Glenda: “¿Por qué tengo miedo? Si nada es imposible para Dios”.
Mi temor es como el de esa canción. Me olvido de lo importante, nada es imposible para Dios. Por eso es posible vivir el ahora. Es posible cuando vuelvo la mirada a Dios y me siento como un frágil niño en sus manos de Padre.
Mis alas no son poderosas. ¿Por qué me olvido? No lo pueden todo, pero vuelan. Ahora mismo vuelo. No me planteo si podré volar mañana. No pienso en ello. Vivo el hoy. Y el hoy lo lleno de Dios. Como los niños. Así me gustaría vivir cada día, cada hora, con pasión.
Con esa santa indiferencia ante lo que ha de venir. Sólo Dios sabe. Él tiene mi vida en sus manos. No quiero apoderarme de mi presente. No quiero atarlo a mi vida como si Dios me lo debiera. No quiero temer perderlo. No quiero sentirme dueño de mi suerte. Simplemente quiero vivir con la paz del que sabe que su vida descansa en Dios.
Pero, ¿cómo podemos confiar en Dios y en su acción oculta cuando ocurren tantas desgracias a nuestro alrededor? Nos falta la mirada de los niños. Nos parece que el reino de Dios no está presente.
Decía el Padre José Kentenich: “Hay crueldades horribles con que me encuentro en todas partes. También mi vida está desgarrada por crueldades. También hay una cierta crueldad en el hecho de que el Señor haya permitido todo eso. ¡Habría podido evitarlo! Hay crueldades y más crueldades. ¡Y tengo que creer que tras estas crueldades terribles hay no sólo un Dios personal, sino un Dios de amor! Sufrimientos enormes y, a pesar de todo, detrás de ello, la bondad paternal de Dios”[2].
¡Cuánto nos cuesta ver el amor cercano y bondadoso de Dios detrás de las crueldades de las que somos testigos! ¡Qué difícil acariciar su amor en el dolor de nuestra cruz! El mal parece tener más fuerza que el bien. Nos atemoriza la posible fragilidad del amor de Dios.
Seguimos viendo la semilla pequeña, no el árbol inmenso que cobija y protege. Vemos la debilidad del corazón humano que se entrega por amor y luego no logra mantenerse fiel a sus promesas. ¡Qué frágiles somos! ¡Con cuánta fuerza vence el pecado en nosotros!
¿El reino de Dios crece en nuestro corazón? Es el lugar donde se juega la lucha en nuestro interior. Allí optamos, decidimos, rechazamos, amamos, odiamos. Allí nos abrazamos a Dios o le damos la espalda
. Allí nos dejamos llevar por su amor o por la fuerza de la tentación que nos lleva por otros caminos.
¡Qué frágil nos parece el reino de Dios! Crece y es destruido. El escándalo, la corrupción, la fragilidad de los hombres. Estamos tan lejos de la cumbre a la que Dios nos llama. ¿Cómo podemos mantenernos fieles en el camino? No es sencillo.
Jesús anuncia el reino de Dios y lo hace presente con su propia vida, con sus palabras, con sus gestos de amor. Sus parábolas nos ayudan a comprender. ¿De qué nos habla cuando explica el reino de Dios?
El otro día leía: “El reino de Dios no era para Jesús algo vago o etéreo. La irrupción de Dios está pidiendo un cambio profundo. Si anuncia el reino de Dios es para despertar esperanza y llamar a todos a cambiar de manera de pensar y de actuar. Hay que ‘entrar’ en el reino de Dios, dejarse transformar por su dinámica y empezar a construir la vida tal como la quiere Dios”[3].
El reino comienza con una forma nueva de vivir, de amar, de pensar. El reino nos transforma totalmente. Nos hace hombres nuevos. ¿Ha crecido el reino de Dios en mi interior? ¿Soy más suyo?