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Por qué dar aunque no veas resultados

Heart bubbles at the sky © olakumalo / Shutterstock – es

<a href="http://www.shutterstock.com/pic.mhtml?id=221010295&amp;src=id" target="_blank" />Heart bubbles at the sky</a> © olakumalo / Shutterstock

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 14/06/15

Dios trabaja donde yo no llego y cuida y protege lo que yo no sé cuidar

Para lograr resultados hay que dar, sembrar, aunque estos resultados no se vean rápidamente. Seguramente se verán más adelante. Es lo que nos anima a hacer Jesús.

Al inicio del capítulo cuarto de Marcos le vemos enseñando junto al mar. Había tanta gente que subió a una barca, y la gente se quedó en la orilla escuchando. Me encanta esa imagen, y siempre pienso en la atracción que tendría Jesús para que tantos lo siguiesen.

Jesús habla mirando el mar y los campos. Habla de lo que todos conocen, de las cosas sencillas que son el día a día de toda esa gente. Comienza hablando de la parábola del sembrador, que lanza su semilla a cualquier lado, sin escoger la mejor tierra.

Se lo dice a tantos que lo escuchan, fariseos, pescadores, campesinos, enfermos. En el Evangelio que leemos hoy, Jesús sigue profundizando en esa imagen que todos conocen de la tierra.

Hoy Jesús compara el poder del reino de Dios con el de una semilla. Ese reino que crece en el silencio. Sin que hagamos nada:

“El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”.

La semilla. La cosecha. El sembrador. El fruto. Jesús siempre habla de lo cotidiano de un modo nuevo que nos lleva a plantearnos preguntas.

Crecimiento silencioso

Hoy Jesús nos dice que la semilla crece de noche, en el silencio. Crece sin que nadie la mire, oculta. Guardada. Tiene que madurar en su tiempo. Con paciencia. Esperando, sin hacer grandes cosas. Invisible.

¡Cuántas veces amamos, nos entregamos y no vemos fruto! Nos cuesta creer sin ver. Cuando Jesús nos dice que el reino de Dios crece sin que nos demos cuenta, nos desconcierta.

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Shutterstock | wk1003mike

Pensamos que necesita nuestra entrega, y es cierto. Pero crece también cuando dormimos. Sin méritos, sin lucha, sin batalla. Esta mirada nos permite creer en la forma silenciosa en la que actúa el reino de Dios en nuestra propia vida.

Es lo que hizo Jesús, quien en su vida mortal “trata más bien de convencer a todos de que la llegada de Dios para imponer su justicia no es una intervención terrible y espectacular, sino una fuerza liberadora, humilde pero eficaz, que está ahí, en medio de la vida, al alcance de todos los que la acojan con fe”.

El fruto es de Dios

Actúa silenciosamente, sin grandes fuegos artificiales, sin espectáculo, de forma callada. En la vida tal vez nos gustaría más sentir y tocar. Ver a Jesús hecho carne. Tocar ese amor que nos salva.

Y tantas veces no lo tocamos en el silencio del corazón y no vemos su reino creciendo cuando nos levantamos. Tantas veces queremos tocarle y que nos toque. Queremos milagros extraordinarios.

No sé, pienso que a veces somos muy simples y no miramos la vida en profundidad. Sembramos y queremos el fruto ya. Nos cuesta ocultarnos y dar gratis.

Dar sin medir nos hace más humanos. Nos ayuda a vivir con generosidad, sin calibrar riesgos ni recompensas. Sembramos. Damos. Y el fruto es de Dios.




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La incertidumbre abre puertas

Me da paz pensar que la semilla crece de noche en la tierra. Es verdad, ¡cuántas cosas crecen en la noche, en momentos de desierto, cuando hemos perdido el timón y no sabemos dónde ir!

Somos entonces vulnerables y la tierra rota es más fácil de penetrar. Somos necesitados y pequeños. La incertidumbre nos ayuda a confiar, a abandonarnos.

Nos hace sencillos y nos ayuda a mirar a los otros con cariño, con cercanía, sin juzgar cuando fallan, cuando caen, cuando pierden la honra y el honor.

¡Qué fácilmente juzgamos a veces! Al final, sólo cuenta lo que damos, lo que ponemos, no el éxito ni los aplausos. Cuenta el amor entregado, sembrado, enterrado.

La semilla crece de noche, en la tierra, echando raíces profundas; nadie la ve. Aparentemente no existe. La desproporción entre la semilla y el fruto viene dada por la obra de Dios, no por nosotros. Dios lo hace.

No impacientarse

A veces invertimos tanto y no pasa nada. Luego hacemos algo pequeño y Dios da mucho fruto. El crecimiento siempre es lento. El otro día leía:

“No hay que impacientarse por la falta de resultados inmediatos; no hay que actuar bajo la presión del tiempo. Jesús está sembrando; Dios está ya haciendo crecer la vida; la cosecha llegará con toda seguridad”.

Muere la semilla y da su fruto. Y todo sin que nosotros lo sepamos. El reino está lleno de dinamismo, es algo vivo, no es un estado, una roca firme y rígida. En el reino la vida está en movimiento.

Hace falta tener mucha confianza para creer en lo que no vemos. Aunque no se vea, aunque nos parezca que el mal tiene más fuerza, el reino de Dios y su bondad siguen creciendo.

La semilla sigue dando fruto. Dios está detrás actuando. Es la invisibilidad del reino. Es así en la vida del alma. En nuestra vida interior. En nuestro amor entregado.




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Romper y sacar lo mejor

A veces vivimos de espaldas a nuestro interior, sin conocer cómo es nuestro ritmo de crecimiento. Sin ver a Dios en el alma. O saber qué cosas nos ayudan a madurar, qué nos hace daño, cómo son mis noches. Sin comprender mis talentos más ocultos, los límites que me ayudan a conocerme más. Ni aceptar del todo las situaciones que me hacen romperme.

Y aun así, es verdad, siempre hay una parte misteriosa: lo que Dios hace con nosotros. La semilla crece sin saber cómo. Hay algo más allá de mí, que hace posible el milagro. Dios logra que me desdoble cuando me abandono a Él.

Él trabaja donde yo no llego y cuida y protege lo que yo no sé cuidar. Es capaz de hacer algo increíble, que es sacar cosas buenas de mis defectos, de mi barro, incluso de mis pecados.

Él rompe mi semilla, mis muros y saca lo mejor de mí. Me ve ya como seré en plenitud. Ve el árbol más bonito aunque ahora sólo exista la semilla, fea y rugosa.

Dios sueña con ese árbol que ya soy en parte. Por fuera todas las semillas parecen iguales, pero Él sabe que no, cada una madura de forma distinta, a su ritmo. Cada una es diferente. Nos quiere a todos de forma única.

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