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Cómo vivir la pobreza en el Vaticano

Pope Francis and Javert at the Barricades Gabriel Bouys – es

Gabriel Bouys AFP

Gian Franco Svidercoschi - publicado el 13/06/15

¿Pauperismo, Populismo, demagogia? No, la de Francisco es la opción que hizo en Concilio Vaticano II

Llaman “comunista”, a Francisco. Y, por ahora nada nuevo en la historia del papado moderno. Llamaron “comunista” a Juan XXIII, cuando proclamó la distinción entre el “error” y el que lo comete, entre los movimientos políticos e ideológicos y los que se adhieren a ellos.

Llamaron “comunista” a Pablo VI, que ya en Milán era llamado el ”arzobispo rojo” por su defensa de los obreros. E incluso llamaron “comunista” también al que tuvo una parte decisiva en la caída del Muro, a Juan Pablo II, porque afirmó que el ocaso de un sistema (el marxismo) no significaba necesariamente la victoria del otro (el capitalismo).

Y ahora, era de esperar, acusan de comunismo a Francisco, el Papa venido del Sur del mundo y que ha dado voz a los deseos de liberación de los pobres, a sus exigencias de justicia, e incluso a su rabia. El Papa que ha dicho no a la “cultura del descarte”, a la ”economía de la exclusión y de la iniquidad”.

El Papa que ha usado palabras fuertes, nunca antes oídas, para denunciar los efectos perversos del imperio del dinero, de un capitalismo que ha llegado incluso a negar el primado del ser humano, y de una globalización sin puntos de referencia éticos, dejada a sí misma, sin controles, sin frenos.

Así que, como decíamos, nada nuevo. Lo ha observado Francisco, pero podrían haberlo hecho sus predecesores: “…si hablo de esto, para algunos el Papa es comunista. No se comprende que el amor por los pobres está en el centro del Evangelio”.

Y sin embargo, al revisar estos dos años de pontificado, se intuye que hay algo más, algo que debe comprenderse mejor. Me refiero a las críticas, procedentes en general de ambientes católicos, que se concentran – más que en los discursos y en las posiciones del papa Bergoglio – en sus comportamientos personales, sus gestos, en resumen, en el “modo” como afronta y vive el problema pobreza.

Está claro, no se trata de las críticas, sinceramente ridículas incluso ofensivas, que se hacen sobre su excesiva sobriedad al vestir (por haber conservado su cruz pectoral de hierro, los zapatos negros, y los pantalones negros bajo la túnica blanca), el hecho de que va a pie dentro del Vaticano, o el empleo de automóviles más pequeños en lugar de los suntuosos de antes.

Me refiero a las acusaciones de populismo, sino incluso de demagogia, que le hacen por ciertas elecciones que ha hecho, como la de vivir en la casa-hotel de S. Marta; y, sobre todo, por las iniciativas hacia los sin techo que acampan bajo la columnata de Bernini: como invitarlos a desayunar por su cumpleaños, la instalación de duchas y barbería, y el haberles sentado en primera fila en el concierto del Vaticano…

Naturalmente, quien tenga aún una idea monárquica del papado no puede dejar de fruncir el ceño. Quien teme una banalización de la figura pontificia, no puede evitar una reacción instintivamente negativa. Peor aún para quien está convencido que el papa hace esto para “gustar”, para aumentar el consenso ya enorme del que goza.

Todos estos olvidan el itinerario humano y espiritual de Bergoglio. Olvidan que, cuando decidió hacerse sacerdote, comprendió inmediatamente que su sacerdocio, para estar en sintonía total con el Evangelio, debía ponerse al servicio de los más necesitados, y por tanto realizarse a partir de compartir plenamente la pobreza. Y también, se olvida su procedencia de un catolicismo que ha llevado a cabo esa extraordinaria elección evangélica que es la opción preferencial por los pobres. Finalmente, se olvida de que Bergoglio, ya de obispo, vivió como pobre entre los pobres. Y que la decisión de llamarse Francisco, al ser Papa, quería decir asociar solemnemente, no solo su pontificado, sino la Iglesia entera, a los pobres y a la pobreza.


Y sin embargo, los orígenes de Bergoglio, sus decisiones, su experiencia, todo esto explica sólo en parte sus comportamientos como Papa. Para comprenderlo, hasta el fondo, hay que remontarse a  hace cincuenta años, al Concilio Vaticano II.

Ya en la primera sesión, el tema de la pobreza se había convertido en uno de los argumentos centrales: como renovada atención a los pobres, al gran escándalo del siglo XX representado por el hambre y la miseria en el mundo; y como compromiso de la Iglesia de ser ella misma pobre, y por tanto llevar a cabo una serie de reformas pastorales e institucionales.

Por ejemplo – como sugirió el cardenal Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia, en una famosa intervención – un nuevo estilo o “etiqueta” para los obispos, la vuelta de las familias religiosas a la “santa pobreza” no sólo individual sino también comunitaria, y, en el campo económico, el abandono de instituciones ya superadas.

Aquel debate, tan abierto y valiente, llevó a notables resultados. Pablo VI, tras donar su tiara a los pobres, creó dos nuevos organismos vaticanos para que se ocuparan de estos temas, “Iustitia et Pax” y “Cor Unum”.

Al acabar el Concilio, se registró una continua evolución del magisterio social de la Iglesia. Estuvo la encíclica “Populorum progressio”, también del papa Montini. Después llegó Juan Pablo II, el cual reflexionó sobre los fenómenos socio-económicos a la luz del Evangelio a la luz del Evangelio y de la historia.

La “cuestión social”, superada la noción de “clase”, se centraba en la dignidad del hombre (encíclica “Laborem exercens”). La dimensión moral del desarrollo debía llevar a revisar, en términos de reciprocidad y solidaridad, todos los mecanismos que regulan los sistemas de producción y de intercambio (“Sollicitudo rei socialis”) y la misma economía de mercado (“Centesimus annus”).

No se podía decir que la Iglesia católica no había hablado claro y fuerte. Y que no hubiera actuado también de forma concreta respecto a los derechos de los hombres y de los pueblos (gracias también a los viajes del papa Wojtyla), y en los campos de la justicia y de la solidaridad (con el Norte ahora también él amenazado por el fantasma de la pobreza, y el Sur, más hambriento y exasperado que antes, y aún más peligroso).

Y sin embargo, la Iglesia seguía sin ser vista y considerada realmente libre de las cuestiones mundanas, de los intereses político-económicos. ¿Y esto por qué? Porque los grandes pronunciamientos sociales y las grandes intervenciones caritativas estaban contradichos, de hecho, por los escándalos financieros, por las intrigas curiales y por los poco edificantes casos del IOR.

En el fondo, había en muchos la sensación de que la Iglesia encontraba aún muchas dificultades, no sólo al afrontar el problema de la pobreza, sino sobre todo al vivir la pobreza, a dar testimonio de ella en su misión.

Y en este momento es elegido el primer Papa latinoamericano. El cual comprende en seguida que, para transformar la Iglesia en una “Iglesia de los pobres”, no bastará con hacer limpieza dentro, especialmente en los sectores económicos de la Curia romana. Como tampoco bastará con luchar en los foros internacionales, para pedir que se ponga fin al estado de pobreza casi inhumana en el que se encuentran centenares de millones de seres humanos.

Francisco comprende que, para que las palabras de la Iglesia – ya tan usadas – vuelvan a ser creíbles, deberá ser él mismo, obispo de Roma, en dar ejemplo. Por tanto, a partir de su propia “casa”. Y allí, bajo la columnata, están los pobres. “Empecemos a pensar en  ellos”, se habrá dicho. Una decisión que debería ser lo más natural del mundo. Y en cambio, al juzgar al menos por el shock que sienten no pocos cristianos, se ha convertido en una revolución.

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