“…él es demasiado sabio para ser dogmático o fanático”En la práctica, se define a un caballero diciendo que es alguien que jamás inflige dolor. Esta descripción es refinada y, en la medida de lo posible, precisa. Él se ocupa principalmente de eliminar los obstáculos que impiden la acción libre y liberada de los demás y contribuye con sus pasos en vez de tomar la iniciativa para sí.
Sus beneficios pueden ser considerados paralelos a lo que llamamos comodidades o conveniencias en las disposiciones personales: como un sofá o un buen fuego, que hacen su parte para disipar el frío o el cansancio, si bien que sin ellos la naturaleza ofrece medios de descanso y calor animal.
De la misma manera, el verdadero caballero cuidadosamente evita todo lo que pueda causar un sobresalto o choque en la mente de aquellos con los cuales se relaciona -todo conflicto de opinión, colisión de sentimientos, represión, o sospecha, melancolía, o resentimiento-; su gran preocupación es hacer que todos se sientan a gusto y en casa.
Él observa a todos en su compañía; es tierno con el tímido, gentil con el distante y misericordioso con el absurdo; es capaz de acordarse de con quién está hablando; se protege de las alusiones inoportunas y los temas irritantes, raramente se enrolla en la conversación y jamás cansa.
Él hace poco de los favores que hace, y parece ser quien los recibe cuando los concede. Jamás habla de sí mismo, excepto cuando es requerido; jamás se defiende por una simple réplica, no presta atención a las calumnias o al chisme, es escrupuloso al imputar motivos a los que se entrometen y todo lo interpreta con la mejor de las intenciones.
En sus controversias, jamás es mezquino o insignificante, jamás lleva una ventaja injusta, jamás confunde personalidades o tiene la lengua afilada con argumentos o insinúa una maldad que no osaría decir en voz alta y clara. Parte de una cautelosa prudencia, observa la máxima del sabio antiguo de que debemos dirigirnos siempre a nuestro enemigo como si él un día se volviera nuestro amigo.
Tiene demasiado sentido común como para ser ofendido por insultos, está muy ocupado como para acordarse de ofensas y es muy indolente para soportar la malicia. Es paciente, tolerante y resignado al respecto de principios filosóficos, se somete al dolor porque es inevitable, a la pérdida, porque es irreparable, y a la muerte, porque es su destino.
Si entra en cualquier tipo de controversia, su disciplinado intelecto lo preserva de la torpe descortesía de mentes posiblemente mejores, pero menos educadas: personas que, como armas afiladas, rasgan y recortan en vez de hacer un corte limpio, que confunden el punto de la argumentación, desperdician su energía en trivialidades, malinterpretan al adversario y dejan la cuestión más complicada que cuando empezaron.
La opinión del caballero puede ser cierta o equivocada, pero él es muy lúcido para el injusto; es tan simple cuanto convincente y tan breve cuanto decisivo.
En ningún otro lugar encontraremos mayor franqueza, consideración e indulgencia: él se mete en la cabeza de sus oponentes y explica sus errores. Conoce la fragilidad de la razón humana, así como su fuerza, su dominio y sus límites.
Si no fuera creyente, sería demasiado profundo y generoso como para ridiculizar la religión o ir contra ella; es muy sabio para ser dogmático o fanático en su infidelidad.
Respeta la piedad y la devoción y hasta considera venerables, bellas y útiles las instituciones con las que no está de acuerdo; honra a los ministros religiosos y considera agradable rechazar sus misterios sin tener que atacarlos o denunciarlos.
Es amigo de la tolerancia religiosa, y no porque su filosofía le haya enseñado a ver todas las formas de fe con una mirada imparcial, sino también por la gentileza y delicadeza del sentimiento que sirve a la civilización.
No se trata de que no pueda tener una religión, a su manera, en caso de que no sea cristiano. En ese caso, su religión es una religión de imaginación y sentimiento; es la encarnación de esas ideas de lo sublime, majestuoso y bello, sin las cuales no puede haber una gran filosofía.
A veces, reconoce la existencia de Dios; a veces, aplica a un principio desconocido o una calidad desconocida los atributos de la perfección. Y esa deducción de su razón, o creación de su imaginación, él la transforma en ocasión de excelentes pensamientos y en punto de partida para una enseñanza tan variada y sistemática que hasta parece un discípulo del propio cristianismo.
Con la precisión y estabilidad de sus poderes lógicos, es capaz de ver qué sentimientos son consistentes en aquellos que defienden alguna doctrina religiosa, y parece, a los ojos de los otros, sentir y defender un círculo entero de verdades teológicas que existen en su mente como una serie de deducciones.