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El arzobispo estadounidense Fulton J. Sheen fue un enamorado de la Eucaristía. Además, fue pionero de los medios de comunicación, pues evangelizaba a través de la naciente televisión.
Unos meses antes de su muerte, el obispo Fulton J. Sheen fue entrevistado por un canal nacional que le hizo esta pregunta: “Señor obispo, miles de personas en todo el mundo se inspiran en usted. ¿En quién se inspiró usted? ¿Fue por casualidad en algún papa?”
El obispo Sheen respondió que su mayor inspiración no fue un papa, un cardenal, u otro obispo, ni siquiera un sacerdote o monja. Fue una niña china de once años de edad.
Esto es lo que narró el obispo
Cuando los comunistas se apoderaron de China, encerraron a un sacerdote en su propia rectoría, cercana a la iglesia. El sacerdote observó asustado, desde su ventana, cómo los comunistas invadían el templo y se dirigían al santuario.
Llenos de odio, profanaron el tabernáculo, tomaron el cáliz y, arrojándolo al suelo, se cayeron las hostias consagradas. Eran tiempos de persecución y el sacerdote sabía exactamente cuántas hostias había en el cáliz: treinta y dos.
Cuando los comunistas se fueron, tal vez no se dieron cuenta o no prestaron atención a una niña que estaba rezando en la parte trasera de la iglesia y vio todo lo que sucedió.
En la noche, la pequeña regresó y, escapando del guardia que estaba afuera de la rectoría, entró en el templo. Ahí, hizo una hora santa de oración, un acto de amor para reparar el acto de odio.
Después de su hora santa, entró en el santuario, se arrodilló e inclinándose hacia delante, con su lengua recibió a Jesús en la Sagrada Comunión (en aquel tiempo no estaba permitido a los laicos tocar la Eucaristía con sus manos). No le importó lamer el suelo para tomar el cuerpo de Cristo.
La pequeña regresó cada noche, haciendo su hora santa y recibiendo a Jesús Sacramentado en la lengua.
La trigésima segunda noche, después de haber consumido la última hostia, accidentalmente hizo un ruido que despertó al guardia. Este corrió tras ella, la agarró y la golpeó hasta matarla con la parte posterior de su arma.
Este acto de martirio heroico fue presenciado por el sacerdote que, profundamente abatido, miraba por la ventana de su cuarto convertido en celda.
La promesa
Cuando el arzobispo Sheen escuchó el relato, se inspiró de tal manera que prometió a Dios que haría una hora santa de oración frente a Jesús Sacramentado todos los días por el resto de su vida.
Si aquella pequeña pudo dar testimonio con su vida de la real y bella Presencia de su Salvador en el Santísimo Sacramento, entonces el obispo se veía obligado a hacer lo mismo. Su único deseo desde entonces sería atraer el mundo al Corazón ardiente de Jesús en el Santísimo Sacramento.
La niña enseñó al obispo el verdadero valor de la devoción que se debe tener a la Eucaristía; cómo la fe puede sobreponerse a todo miedo y cómo el verdadero amor a Jesús en la Eucaristía debe trascender la propia vida.