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¿Cómo defenderse del demonio?

I santi contro il male – es

@DR

Editora Cléofas - publicado el 10/06/15

3 intercesores necesarios: el Espíritu Santo, el nombre de Jesús y María Santísima

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Al constatar la presencia de males maléficos, siempre es una buena actitud reforzar los propios gestos y oraciones, invocando para nosotros u otra persona afectada una intercesión. Se podrían definir tres intercesores necesarios: el Espíritu Santo, el nombre de Jesús y María Santísima.

A propósito de la Virgen María, conviene tener presente un aspecto que no es secundario. Si todo fue creado en vista de Cristo, pues en los planes de Dios estaba la encarnación del Verbo (quizá como Triunfador y no como Salvador que debiera sufrir, sino también como Triunfador y centro de la creación), el segundo ser pensado por Dios después del primero, que es la encarnación del Verbo, no podía ser otro sino aquel en el que el Verbo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, se encarnaría.

A partir del momento en que, tras el pecado de Adán, la encarnación de Cristo asumió esta fisionomía particular, por lo cual Jesús vino como Salvador y Redentor, también María, su madre, fue asociada a este desempeño, quedando exenta del pecado original en vista de los méritos de Cristo.

Dado que también María es una criatura humana, que forma parte de la estirpe de Adán, estaría sujeta al pecado original sino hubiera estado exenta preventivamente, en vistas a la redención de Cristo.

Además de eso, María no es solamente madre del Redentor, sino también colaboradora de su obra redentora. No es por casualidad que la Inmaculada es representada por pintores y escultores en el acto de aplastar la cabeza de la serpiente, imagen del demonio. Con mayor razón, se trata de una intercesora poderosa.

Siguiendo el orden celestial, son ciertamente intercesores valiosos los arcángeles y ángeles, que siempre intervienen con sus legiones en la lucha contra el maligno; en razón de eso, basta pensar en el libro del Apocalipsis, donde se relata una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles contra Satanás y sus ángeles rebeldes, que fueron derrotados por el arcángel y precipitados al infierno.

“Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus Ángeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus Ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus Ángeles fueron arrojados con él” (Ap 12,7-9).

Esta es la razón por la que se acostumbra a invocar a Miguel arcángel, en calidad de jefe de las filas angelicales. A su lado, invoco siempre también a los ángeles de la guarda de todos los presentes, entre los cuales, no falta nunca san Gabriel arcángel, que es mi santo patrono.

Se habla con frecuencia de san Benito como patrono de los exorcistas, cuando, en realidad, no está probado históricamente que el Papa Honorio III lo hubiera nombrado como tal. Sin embargo, a partir del momento en que no hay un patrono oficial, nosotros lo invocamos, pues con certeza, era muy fuerte en la lucha contra el demonio.

San Benito era monje, tal vez sacerdote, y por cierto, no era exorcista; la razón de esta identificación está en el hecho que él fue un gran santo y demostró una gran fuerza contra el demonio, dado que frecuentemente lo expulsaba. Su medalla tiene particularmente una notable eficacia, conteniendo muchas frases contra el maligno.

Respecto a los santos, todo exorcista invoca a aquellos de los cuales es personalmente más devoto o es más devota la persona que es exorcizada.

Para entender mejor, un ejemplo práctico: mi querido colega, decano de los exorcistas italianos, que ejerce el ministerio desde hace 46 años, el padre Cipriano de Meo, vice-postulador de la causa de beatificación de un hermano capuchino el padre Mateus, es muy devoto de él, y cuando lo invoca, obtiene gran eficacia, mientras que cuando yo lo invoco no sucede lo mismo, porque yo no tengo la misma devoción que el padre Cipriano.

Por lo tanto, se puede decir que no existen santos que tengan una fuerza especial contra el demonio, ciertamente, como tales, todos los santos la poseen, pero nosotros invocamos a aquellos de quienes somos más devotos.

Al final, hay muchos casos de santos atormentados por el demonio. Entre los más emblemáticos, especialmente por tratarse de un acontecimiento bastante reciente, está el de la hermana carmelita también conocida como la Pequeña Árabe: en efecto, la hermana María de Jesús Crucificado, varias veces durante su vida, sufrió una verdadera y propia posesión diabólica y tuvo la necesidad de ser exorcizada para obtener la liberación.

Por otro lado, conocemos varios casos de santos – tales como san Juan Bosco, el santo Cura d’Ars, el Padre Pío, santa Gema Galgani, santa Ángela de Foligno, Don Calabria, y podrían ser citados muchos otros en una lista sin fin, que tuvieron vejaciones diabólicas, de las cuales fueron liberados solos, gracias a la oración y a los sacramentos.

La cuestión clave a destacar es que la Biblia nunca nos dice que debemos tener miedo del diablo, porque nos asegura que podemos y debemos resistirlo, firmes en la fe.

Antes que eso, la Biblia nos dice que debemos temer el pecado, siendo que todos los santos lo combatieron. Al combatir el pecado, se combate el demonio, como decía Pablo VI al ser interrogado, en su famoso discurso del 15 de noviembre de 1972, sobre el demonio, a propósito de cómo se debía hacer para impugnar al maligno: “Todo lo que nos defiende del pecado, nos defiende de Satanás”.

Debemos tener miedo solamente de no estar en la gracia de Dios, lo que significa confesarse, participar de la misa, recibir la comunión y, además de eso, hacer adoración eucarística y rezar, especialmente con los salmos y el rosario; todos estos son, entre otros, los mejores remedios contra la actividad extraordinaria del demonio: si permanecemos en la gracia de Dios, estamos blindados.

Especialmente porque el demonio tiene mucho más interés en poseer almas, o sea, hacerlas caer en pecado, provoca trastornos, los cuales, como vimos y vemos en los santos, en última instancia, obtienen solamente el resultado de santificar.

En efecto, los santos ofrecen sus sufrimientos a Dios a tal punto que un gran santo, como san Juan Crisóstomo, afirma que el demonio, a su pesar, es un santificador de las almas, porque es un derrotado y porque busca sufrimientos en estas personas santas, que saben ofrecerlos al Señor y, por lo tanto, saben hacer de ellos un medio de santificación.

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