Un nuevo caso del Consultorio de Aleteia
El unirme en matrimonio, no fue un acto verdaderamente consciente de que por el establecía ante Dios y ante los hombres, un compromiso de donación plena en el más importante proyecto de mi vida. Actuaba solo conforme a una visión muy pobre, pues lo consideraba algo convencional y necesario, aunque ciertamente, sentía por mi esposa un amor a mi manera.
Todo lo que hacía, se subordinaba a un fuerte individualismo anidado en mi corazón, en el que buscaba afanosamente el éxito que la sociedad suele celebrar: estatus social, prestigio, poder económico, etc.
Trabajaba mucho excluyendo toda responsabilidad personal con los que me rodeaban. Solo entraban en mi consideración, las relaciones meramente funcionales que se pueden establecer con los demás con sentido de conveniencia. Siempre con una actitud de desconfianza, pues en ese “solo te sirvo si tú me sirves”, pensaba que todos los demás eran como yo, y que buscaban solo servirse de los demás.
Me estorbaban valores que consideraba absurdos y en desuso, tales como: ser generoso, preocuparme por el presente y futuro de los demás; acoger al prójimo desamparado, etc., solo por poner unos ejemplos. Era una coexistencia que rechazaba, considerando que atentaba contra mi autonomía personal, la cual, para mí, era de un valor superior a todas esas peculiaridades o características humanas.
En cambio, en mi autonomía creía sentirme con derechos como el reconocimiento a mis logros, a la realización y afirmación personal, a ser respetado y sobre todo a actuar según mis deseos,
Primero era yo, luego, yo y después yo. Y el “mi de mi yo” crecía despreciando, menguando y extinguiendo el “tú, de los demás”.
Mi conflictiva personalidad se expandía en el “mí” de: mi cuerpo, mi salud, mi tiempo, mis proyectos, mis frustraciones, mi aburrimiento, mis posesiones, y un largo etcétera, en el que tampoco me importó verdaderamente el mí, de mi familia, la cual sufrió las carencias afectivas por mi acendrado egoísmo.
Vivía con ellos pero no para ellos, les daba cosas pero no me daba a mí, reclamaba, juzgaba… guardaba distancia. Poco a poco, empecé a darme cuenta de que a mi familia no le decía nada mi gran éxito profesional. Yo solo era el extraño, el proveedor, el dueño. Roles en los que mi persona se ocultaba y se confundía.
En el más absurdo de mis errores, creía tener el derecho de ser amado por mi familia como parte del poder alcanzado. Pero no era así… el amor es libertad es don, y no se compra ni se obliga. El darme cuenta fue el amargo remedio que necesitaba. Con agudo dolor en el corazón, de pronto, me sentí solo.
Un amargo remedio por el que pude encontrar a Dios que se ha convertido en mi más profunda compañía. Ahora por la fe tengo la certeza de que Él cuida de mi familia y que vela por ella con amor, aunque yo haya fallado. Ahora espero todo de Él, esforzándome por corregir mis errores y confiando que por su misericordia, sacará un bien de todos mis errores. Dios es amor y le pediré que me enseñe a amar a mi familia y recuperarla.
Nunca es tarde.
Por. Orfa Astorga de Lira.
Orientadora Familiar.
Máster en matrimonio y familia.
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