La Virgen no es un obstáculo para amar a Dios: al contrario, quien llega hasta Ella es impulsado hacia Cristo y hacia la Santísima Trinidad
Campaña de Cuaresma 2025
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Miramos hoy a María en esta última semana de su mes. María nos lleva al corazón de Dios. María nos enseña a amar a Dios. Nos enseña a amar de verdad. María es la gran educadora del corazón. ¡Cuánta falta nos hace educar bien el corazón!
Ella nos ama con un corazón puro. Decía el Padre José Kentenich: “El amor de María es desinteresado y puro y no se deja turbar por la ingratitud. Esperamos que Ella nos transforme en Cristo. Y así nos utilice como instrumentos”[1].
Un amor que nos educa, nos cambia, y nos une profundamente a Dios. Nos enseña amar con madurez, sin egoísmo.
Decía el Padre Kentenich: “Ella es el constante, el personificado movimiento hacia Cristo. Llamamos a María algunas veces en este sentido el remolino de Cristo, una catarata de Cristo. Quien llega hasta María es arrastrado por Ella como por un remolino que impulsa hacia Cristo y hacia la Santísima Trinidad. No puede escaparse de ese remolino. Si yo caigo en un remolino soy arrastrado con fuerza por este”[2].
Sellar una alianza de amor con María nos hace dóciles instrumentos en las manos de Dios. Más aún, nos conduce al corazón del Cristo, al corazón del Padre. Es el remolino que nos lleva al corazón de la Trinidad.
María es hija del Dios Trino, vive en el Dios Trino y nos lleva continuamente allí. Amar a María es aprender a amar a Dios. A veces algunas personas ven un obstáculo en María para amar a Dios. No es tal obstáculo. Amar cálidamente a María es amar a Dios. Es el camino directo al corazón de Dios.
Amar a la Trinidad lo conseguimos en el corazón de María. En ese corazón en el que el Verbo se hizo carne. Allí María aprendió a amar como hija, como niña dócil. Allí Ella aprendió a nadar en la misericordia de Dios. Aprendió a vivir en Dios cada día de su vida.
Al sumergirnos en el amor de María, nos adentramos en el corazón de Dios. Aprendemos a mirar la vida con los ojos de María. Aprendemos a alegrarnos de nuestra pequeñez, porque Dios se fija en la pequeñez de su hijo.
María nos enseña a ser niños, para que quepamos en el corazón de Dios Trino. Con su ternura nos cambia, y nos enseña a mirar con ternura a otros.
Decía el Papa Francisco: “Que no nos roben la mirada de María, que es mirada de ternura y mirada que nos fortalece desde dentro. Que esa mirada me ayude a mirar mejor a los demás, a encontrarme con Jesús, a trabajar para ser más hermano, más solidario”[3].
María con su ternura nos enseña a amar desde el corazón de Dios. Nos ayuda a mirar mejor, como Ella, como Dios nos mira. Renovamos nuestro sí a María. Nuestro sí al querer de Dios en nuestra vida.
El amor se renueva cada día, cada mañana, cada noche. El amor se renueva en la prueba, en los momentos de dolor. María nos enseña a amar con un corazón más grande, más libre, más puro. Le pedimos a Ella al acabar su mes, que nos enseñe a dejarnos hacer de nuevo en sus manos de Madre. Que sea nuestro remolino que nos adentre en lo más hondo de Dios.