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¿Qué era el “velo del templo” que se rasgó al morir Jesús?

Jesus Christ in the holy cross © nito / SHUTTERSTOCK – es

<a href="http://www.shutterstock.com/pic.mhtml?id=97756784&amp;src=id" target="_blank" />Jesus Christ in the holy cross</a> © nito / Shutterstock

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Toscana Oggi - publicado el 26/05/15

El mensaje teológico escondido en un versículo del Evangelio de Mateo

Quisiera amablemente que se me explicara el pasaje del versículo 51 del capítulo 27 del Evangelio de Mateo: “En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; tembló la tierra y las rocas se hendieron”. ¿Qué significa que el velo del templo se rasgó en dos? ¿A qué velo del templo se refiere el evangelista?

Responde sor Giovanna Cheli, profesora de Sagrada Escritura en la Facultad Teológica de Italia Central.

Qué es el “velo del templo” es fácil de explicar, más difícil es decir por qué el evangelista habla en los términos que expone la pregunta.

En el templo había dos “velos” (cortinas): uno estaba frente al altar del incienso, a donde los sacerdotes accedían cada día; el otro separaba la zona reservada a los sacerdotes de la del Santo de los Santos, en el que podía entrar sólo el Sumo Sacerdote una vez al año en el Día de la Expiación. Este último velo fue el que se rasgó.

Para dar una idea de lo extraordinario del hecho, el historiador judío Giuseppe Flavio decía que ni siquiera dos caballos unidos a esta gran cortina, habrían podido romperla. Su mantenimiento era realmente una empresa: tenía 20 metros de altura y diez centímetros de espesor, para poderla enrollar se decía que eran necesarios alrededor de setenta hombres.

El velo del templo (en hebreo Parokhet) respondía a las obligaciones que el libro del Éxodo había indicado para la construcción del templo: “Harás un velo de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino torzal; bordarás en él unos querubines. Lo colgarás de cuatro postes de acacia, revestidos de oro, provistos de ganchos de oro y de sus cuatro basas de plata. Colgarás el velo debajo de los broches; y allá, detrás del velo, llevarás el arca del Testimonio, y el velo os servirá para separar el Santo del Santo de los Santos” (Ex 26 31.33).

Todavía hoy en las sinagogas hay colocado un velo (Parokhet) frente al Aron Kodesh (armario sagrado), donde se conservan los rollos de la Torah.

Con estas noticias esenciales, somos capaces de entender la grandeza y la cualidad extraordinaria del evento, al que Mateo une el terremoto, un tipo de eclipses (por otro lado realmente extraordinarios, puesto que en aquellos días de Pascua había el plenilunio y la luna se encontraba al lado opuesto del sol, por lo tanto, no habría podido cubrirlo) y la resurrección de los cuerpos sepultados.

Por lo tanto, esta expresión se inserta en un carrusel de eventos de naturaleza “teofánica” (manifestación de Dios) que enmarcan el último respiro de Jesús. Es precisamente aquí,  en el contexto evangélico, donde se introduce el “desgarro” del velo del templo.

Este modo de decir no pretende ser irreverente con uno de los lugares de culto más queridos en Israel, sino que quiere expresar eficazmente un mensaje teológico.

Primero que nada me gustaría hacer ver que la grandiosidad de las manifestaciones contrastan con la pobreza de un evento “ordinario”, natural: morir.

Pero hay otra particularidad que se subraya por los tres evangelistas y es el modo de la laceración del velo: “el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mt 27, 51; Mc 15, 38), “se rasgó por medio” (Lc 23, 45). Los tres evangelistas concuerdan en el hecho que este desgarro no fue desde abajo por deterioro, como sería natural: también Lucas que no habla ni de arriba, ni de abajo, dice que el corte fue en el centro.

El símbolo es muy denso, porque en la Escritura “alto” es el lugar de la trascendencia divina y “bajo” en cambio de la realidad humana.

Sacando las primeras conclusiones, el desgarro del velo del templo fue prodigioso (más allá de las conjeturas que lo ven como consecuencia del terremoto): esto
comenzó “de lo alto”, a partir de Dios, es decir, por su iniciativa, como también las demás manifestaciones que ocurrieron alrededor de la crucifixión.

Esta conclusión, por lo tanto, se puntualiza mejor bajo el contexto de toda la narración de la muerte del Señor. La laceración del velo del templo corresponde a la eliminación de lo que se interponía entre el lugar de la alianza y el lugar de la ofrenda y el pueblo.

Por lo tanto, el último respiro de Jesús borra la separación cultual, es decir, la distancia entre Dios y el hombre es colmada por Cristo.

Lo explica muy bien la Epístola a los Hebreos cuando dice: “Pero presentóse Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna” (9,11).

Los evangelistas quieren decir, en este sentido, que con el evento de la muerte del Señor todos tienen libre acceso a la salvación; o se puede decir con la Epístola a los Hebreos que Jesús es el verdadero sacerdote, con la muerte atraviesa el velo, lo sobrepasa de una vez por todas, realizando el rito de expiación una sola vez y de modo definitivo. Las dos interpretaciones se completan recíprocamente.

Lo más sugerente, que da espacio a una respuesta, es pensar que el signo del velo rasgado expresa plenamente un mensaje teológico muy preciso de doble valencia: Dios está con nosotros todos los días hasta el final del mundo, esto consagra como nueva alianza en su sangre la Resurrección del Señor.

El desgarro del velo lleva a cumplimiento el mensaje: no sólo él está con nosotros sino que nos ha abierto el camino para que nosotros, desde ahora, podamos estar con Él.

Viene a la mente la bendición de santa Clara a sus hermanas: “El Señor esté siempre con vosotras, y ojalá que vosotras estéis siempre con Él” (FF2858). El “velo”, caído esencialmente, desaparecerá progresivamente incluso frente a nuestros ojos y Lo veremos cara a cara (cfr. 1Co 13,12).

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