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¿Un matrimonio puede usar anticonceptivos?

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Toscana Oggi - publicado el 23/05/15

¿Qué diferencia hay entre recurrir a métodos naturales y a otros sistemas?

Soy uno de esos cristianos, a los cuales el Papa hizo referencia en su reciente intervención, que tienen dificultad en entender el llamamiento de la Iglesia contra el uso de anticonceptivos en la vida conyugal. Si se acepta, como lo hace también el Papa, el hecho que una pareja pueda tener motivaciones que empujan a retrasar la concepción de un hijo, ¿qué diferencia hay entre recurrir a métodos naturales y a otros sistemas que simplemente facilitan la vida conyugal? Que luego la difusión de los diversos anticonceptivos pueda generar en la sociedad hábitos sexuales equivocados, es otro discurso. Pero precisamente no entiendo qué problema puede representar para dos cónyuges, dentro de una relación que se presume ya marcado por el amor recíproco, el respeto, la fidelidad y la apertura a la vida.

Carta firmada

Responde el padre Mauricio Faggioni, profesor de Teología Moral

El 40º aniversario de la encíclica Humanae Vitae sobre la regulación de la fecundidad, fue una ocasión para retomar los temas más vitales, pero, al mismo tiempo, ha renovado en muchos fieles una cierta dificultad en comprender profundamente las motivaciones y asumir todas las consecuencias en las opciones cotidianas. A estas dificultades se refería, precisamente, el Santo Padre en un pasaje del discurso dirigido el 2 de octubre pasado en un congreso llevado a cabo en Roma, donde decía, entre otras cosas:

“Podemos preguntarnos: ¿cómo hoy el mundo, y también muchos fieles, encuentran muchas dificultades en comprender el mensaje de la Iglesia, que ilustra y defiende la belleza del amor conyugal en su manifestación natural? Cierto, la solución técnica también en las grandes cuestiones humanas aparece a menudo la más fácil, pero ésta en realidad esconde la cuestión de fondo, que concierne al sentido de la sexualidad humana y la necesidad de un dominio responsable, para que su ejercicio pueda volverse expresión de amor personal”.

La Humanae Vitae es quizá una de las encíclicas más discutidas del Magisterio moderno y constituye una respuesta competente a cuestiones de gran importancia que han sido objeto de discusiones apasionadas en el tiempo del Concilio Vaticano II. La Iglesia de los años 60 se confrontaba con fenómenos memorables completamente inéditos, como el cambio de los modelos familiares y la revolución sexual, en Occidente, y la explosión demográfica con las políticas de control de natalidad en los países en vías de desarrollo.

La introducción en el uso corriente de la píldora anovulatoria de Pincus, al final de los años 50, conocida simplemente como “la píldora”, ofreció a las mujeres un medio manejable, flexible y seguro para romper el vínculo biológico entre ejercicio de la sexualidad y fecundidad y les permitió gestionar con autonomía su vida sexual, según los dictámenes de la nueva cultura.

En los variados escenarios mundiales de la segunda mitad del siglo XX, la introducción de la anticoncepción química y la difusión de los anticonceptivos de barrera (el condón o profiláctico, sobretodo) dieron un impulso formidable al cambio de los estilos de vida de las personas. Veinte años después de la Humanae Vitae, con la explosión de la pandemia del Sida, el nuevo escenario contribuyó a promover el uso del profiláctico por motivos higiénico preventivos y esto produjo una atenuación adicional, en la conciencia de muchos católicos, de las valencias éticamente negativas de la anticoncepción intencional.

El Concilio, en su esfuerzo por releer la tradición moral de la Iglesia bajo una perspectiva pastoral y en el contexto contemporáneo, había puesto al centro de su consideración de la vida sexual y familiar el amor conyugal en su doble dimensión de unidad personal y de fecundidad. Algunas aperturas al uso de la anticoncepción que habían aparecido en las últimas versiones (llamadas “esquemas”) de la
Gaudium et spes fueron retiradas, por expresa voluntad del Santo Padre, de la versión definitiva de esta constitución pastoral y la discusión de la regulación de la fecundidad fue aplazada a después del Concilio.

Al final de un procedimiento bastante atormentado, en 1968 Pablo VI promulgó la encíclica Humanae Vitae que, en respuesta a los desafíos de nuestro tiempo, reafirmaba, con espíritu realmente profético, el vínculo entre el ejercicio de la sexualidad y el amor conyugal e indicaba en la fecundidad una de las dimensiones nativas e irrenunciables del amor conyugal. El amor conyugal – dice la Humane Vitae – se refleja y se realiza en los gestos de la unión sexual de los esposos y estos gestos de intimidad son signos auténticos del amor conyugal si expresan con verdad la unión vital entre las personas, su compromiso recíproco, su fidelidad y su apertura a la vida.

El punto más delicado está en la norma operativa que la Humanae Vitae deduce de los principios antropológicos enunciados: no basta, de hecho, que el conjunto de la vida matrimonial esté sinceramente abierto a la vida, sino que la regulación razonable y responsable de la fecundidad debe realizarse de manera tal que no intervenga directamente sobre los actos individuales sexuales, o en general, sobre el cuerpo del hombre y la mujer de modo que los vuelva estériles temporal o permanentemente.

La moral católica ve en la praxis anticonceptiva una manera de actuar que oscurece, al menos en parte, la integridad humana del acto sexual y la percibe como una manipulación que deforma, por decir de alguna manera, el acto conyugal con el riesgo, al final, de herir el mismo amor conyugal. La conclusión de la Humanae Vitae es que la prudencia animada por la caridad puede sugerir y, a veces, requerir de los esposos renunciar a procrear, pero esta decisión – que puede ser en sí misma legítima y buena – debería ser realizada, dentro de lo humanamente posible, con métodos – como los naturales – que no prevén una intervención sobre el acto conyugal o la corporeidad de los esposos. La bondad de la intención debe ser acompañada por la bondad del método.

Compartiendo la inquietud detrás de las palabras de nuestro lector, creo que es importante distinguir, tanto en la catequesis como en la práctica del confesionario, entre las problemáticas que se plantean en un contexto conyugal y las propias de otros contextos marcados por la promiscuidad, la explotación, la banalización de la sexualidad o incluso la coerción, como en el caso de las políticas demográficas establecidas que fuerzan, de hecho, la libertad de las parejas.

Está claro que el recurso a la anticoncepción, realmente permaneciendo una forma de desorden, tiene resonancias morales diversas si se configura como un instrumento técnicamente eficaz para tener relaciones sexuales “seguras” en un contexto de promiscuidad y libertinaje o si se configura como un tiempo o una fase, quizá sufrida, del itinerario cristiano de una pareja que se esfuerza en vivir con empeño su vocación al amor y crecer en ella (cfr. Juan Pablo II, Familiaris Consortio, n.34; Pont. Cons, Familia, Vademecum para los Confesores, n. 9).

Sería inoportuno y no conforme a la genuina doctrina de la Humanae Vitae poner en el mismo plano la vida sexual de una pareja casada, realmente con todas sus debilidades y límites, y la de los hombres y mujeres movidos solamente por el egoísmo y el hedonismo y que descuidan valores altísimos de que la sexualidad humana es portadora. Tal equiparación de situaciones se puede encontrar, de hecho, en textos antiguos de los Padres de la Iglesia, pero no corresponde a nuestra sensibilidad y no es propia del Magisterio actual.

Las situaciones concretas – se sabe – son diversas tanto del punto de vista personal y ambiental, como del punto de vista estrictamente médico, y las decisiones en este campo son encomendadas, en última instancia, a la coherencia de la conciencia cristianamente formada por los esposos que, fieles a los valores del matrimonio y a una escucha confiada y pensativa de las enseñanzas del Magisterio, deberán formular valoraciones y escoger, con la libertad y la transparencia de los hijos, frente al Padre (cfr. GS, 50, en EV 1, 1479).

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