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Se nos olvida que lo más importante para conocer no es pensar sino observar. Uno no se enamora de una chica o de un chico al pensarlo sino al mirarlo, al tratarlo… Igual pasa con la vida, que de tanto pensarla ya nos aburre todo; se ha perdido el gusto por las cosas. Se nos ha olvidado que observar es mirar con curiosidad, con el deseo de encontrar algo inesperado en cualquier momento. Pero, ¿quién nos enseña a mirar así, a usar la razón así? ¿Cómo recuperar la mirada adecuada sobre las cosas para no reducirlas en lo que creo que son sino que las mire (y disfrute) por lo que verdaderamente son?
Existe un tipo de serie de televisión que nos pueden ayudar a dar el primer paso. Son dos las características que presentan: un buen uso de la razón y el asombro ante el descubrimiento de algo. Son series en donde el personaje principal a pesar de sus defectos, logra interpretar la realidad en base a una deducción de hechos y no inventársela. Y por otro lado, en ese camino deductivo de la realidad se sorprende ante un hallazgo valioso; se da la categoría de descubrimiento; en donde aflora el estupor ante una realidad que, digámoslo así, tiene premio tras la apariencia. Ambas características otorgan al sujeto que las protagoniza una autoridad clara ante sí mismo y ante los demás, pues la autoridad verdadera no está en títulos o cargos adquiridos sino en saber afirmar la realidad tal cuál es.
En este sentido caben destacar las series detectivescas tipo Sherlock (muy superior la versión británica que la americana, Elementary), la siempre interesante y polémica House (con un contexto médico pero misma estructura) o la potente True Detective (con un añadido toque posmoderno que oscurece tono pero enriquece tramas y personajes; como le sucede también a Luther). Estos personajes y el tiempo que gastamos en ver sus andanzas nos brindan la ocasión de entrenar nuestra razón para ver cómo la realidad no es algo de lo que huir a toda costa (pensemos en algunos capítulos de la interesantísima Black Mirrow) sino otra cosa aún más grande.
En esta línea podemos incluir también series como Numb3rs, Sin rastro, El mentalista, Monk, Pysch, Castle, CSI (en cualquiera de sus temporadas), la española Los misterios de Laura o la familiar aunque de género Medium; e incluso más antiguas como Expediente X, la popular Se ha escrito un crimen, Colombo, el antológico Macgyver, la finura deducción inglesa de la saga Miss Marple o la teleserie de época sobre Hercules Poirot.
Este tipo de series de televisión pueden ayudarnos a entrenar nuestra mirada y así, convertir el consumismo audiovisual en una experiencia que nos introduce en la realidad más que alejarnos de ella. Sin embargo, por mucho que la razón pueda entrenarse jamás podrá, por sí sola, iluminar cómo lo hace cuando se alía con esa mirada amplia con un horizonte infinito que es la fe.
De hecho, los mismos personajes que lastran sus fantasmas y heridas personales, consiguen con el transcurso de la serie hacer un camino personal de transformación; unos con un arco de transformación más completo que otros. Recordar personajes como: Patrick Jane (El mentalista) que arrastra una necesidad ciega de venganza, el Dr. House (con su miedo al dolor y al amor, reflejado en su mitificada autosuficiencia), el detective Rustin “Rust” Cohle (interpretado por Matthew McConaughey en True detective) o incluso Jessica Fletcher (con el drama de la pérdida de su marido).
¿Basta mirar la realidad como el Dr. House, Sherlock o Jessica Fletcher para sentirse plenamente satisfechos? No, e incluso son contra ejemplo para muchas cosas, pero pueden ser ocasión para indicarnos un camino; y podemos decir de ellos, al igual que de los superhéroes[1], eso de:
“Sí, quizás sean reflejo de nuestra autosuficiencia melancólica, y no siempre, pero ¡qué dientes más blancos y perfectos tienen!”.