No es el mundo quien debe ajustarse a nuestros deseos, sino nuestros deseos a las posibilidades que ofrece el mundo
Cada día me encuentro con muchas personas con deseos frustrados. Habían planeado la vida de una manera y ha resultado todo de forma muy diferente a lo soñado. Desearon otro camino, otros éxitos, otras aventuras, otras personas a su lado.
Se llenaron el corazón de expectativas que luego el tiempo no logró darles. Amores, trabajos, planes, viajes, lugares. Querían tenerlo ya todo en sus manos, controlado y seguro. Se aferraron a la vida programada en su cabeza.
Pero pronto comprobaron que la vida seguía un rumbo diferente. Se arriesgaron y las cosas no fueron exactamente como querían.
“Todo sin excepción, una vez conseguido, nos decepciona de un modo u otro. Nos decepciona la obra de arte que creamos. Nos decepciona la mujer o el hombre con quien nos casamos, porque al final no resultó ser como creímos. Nos decepciona la casa que hemos construido, las vacaciones que proyectamos, el hijo que tuvimos y que no se ajusta a lo que esperábamos de él”[1].
La decepción es parte de la vida, del camino. Pero muchas personas viven sin paz la decepción. No pudieron controlarlo todo y se rebelan. Experimentaron la insatisfacción y se alejan de un Dios que no concede todos los deseos.
Se amargaron pensando en lo injusto de la vida. Olvidaron que el mundo no es una fábrica de conceder deseos. No tocaron siquiera la felicidad prometida. Y cayeron en sucedáneos de felicidad, tratando de llenar el vacío que había dejado la falta de amor.
El otro día leía: “Vivo con un profundo estado de insatisfacción que durante años he tratado de llenar con las compulsiones sexuales, que por el contrario, me han ido dejando más vacío y con más sentimiento de culpa, por no hablar de las consecuencias negativas con mi esposa”[2].
Vidas perfectas, aparentemente llenas. Pero por dentro rotas y vacías. ¡Cuántas personas que no saben llenar el corazón con la vida que Dios les ha dado, con las circunstancias que les ha tocado vivir! ¡Cuánta frustración y cuánto desengaño!
Y la insatisfacción que provoca querer llenar los vacíos en los lugares equivocados. ¡Cuántas dependencias insanas! ¡Cuántas adicciones que le quitan la paz al alma! Vivimos enganchados a sucedáneos que no nos hacen felices.
Decía san Juan XXIII: “Sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias, sin pretender que las circunstancias se adapten todas a mis deseos”.
Nos cuesta mucho adaptarnos a la realidad. No dejar de soñar, porque eso no es lo que queremos. Sino saber que a veces se gana y a veces se pierde. Y no siempre llegamos a la cima que pensábamos alcanzar.
Nos arriesgamos al comenzar a vivir de verdad. Porque la vida tiene sus riesgos: “La vida es un viaje espléndido, y para vivirla sólo hay una cosa que debe evitarse: el miedo. La vida es todo menos segura, pese a nuestros absurdos intentos para que lo sea. O se vive o se muere, pero quien decida lo primero debe aceptar el riesgo”[3].
El miedo a vivir, el miedo a sufrir, puede hacer que no arriesguemos. Nos puede encerrar en nuestras cuatro paredes, por miedo a perder la vida. Nos puede hacer conformistas. Nos puede limitar a lo que ya conocemos, para no arriesgar, para no perder.
Es fácil perder. Y nos duele el fracaso. La decepción, la frustración, la insatisfacción nos pueden paralizar. ¿Qué hacemos con los miedos que no nos dejan volar? ¿Qué hacemos con los sueños que un día nacieron en el corazón? ¿Nos conformamos con una felicidad embotellada, con sucedáneos de vida plena?
También conozco a personas que encontraron en Jesús la respuesta a sus búsquedas frustradas. Desearon, soñaron, buscaron, arriesgaron y no encontraron. Vencieron el miedo y se la jugaron.