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Joao Braz de Aviz, un cardenal con la suerte de los desheredados

Cardinal João Braz de Aviz – es

© Sabrina Fusco / ALETEIA

Manuel Bru - publicado el 07/05/15

El perfil de un hombre que buscó siempre no despegarse de la tierra, de la vida real, del pueblo, y así huir de las vanidades propias de los escalafones mundanos

Me encantaría leerles muchos textos maravillosos escogidos del libro del cardenal Joao Braz de Aviz De las periferias del mundo al Vaticano. No me resisto a dejar de leerles unos poquitos. Por ejemplo, estas palabras:

“Siento una fatiga inmensa, lo sabes, me parece que no soy capaz de seguir adelante, mientras la pequeña se va al cielo. La vida es verdaderamente dura, ¿por qué, Jesús? Pero tu piensas en todo, ¿verdad?”. 

Esta impresionante confesión de confianza en Dios la tuvo Juliana, la madre de Joào, cuando perdió a su pequeña hija de apenas cuatro meses. Sintió en el funeral que podría flaquear tanto física como psíquicamente, y pensó en sus otros tres hijos, en su marido. E irrumpió con esta oración, porque no podía venirse abajo. Los pobres no pueden permitirse el lujo de llorar, porque tienen que sobreponerse para sobrevivir. 

Este es uno de tantos episodios de la vida de nuestro cardenal, que nos muestran de donde bebió su manera de ser y de creer: de una familia con una fe incorruptible, que supo salir adelante en medio de las penurias de su Brasil, tan rico y pobre a la vez, pero siempre recio y duro para quienes han de luchar para vivir. 

El relato del viaje en tren de una punta a otra del país de la familia Braz de Aviz cuando Joáo y su hermano Amauri eran unos críos, buscando fortuna en el norte, de Mafra a Apucarana, es digno de una película de Fellini.

Las conversaciones íntimas de sus padres, Joào Avelino y Juliana, sobre la aventura que estaban emprendiendo, sobre el futuro de sus hijos, sobre el deseo de que uno de ellos pudiera ser llamado por Dios para el sacerdocio, te adentran en el misterio más hermoso del ser humano. 

Y así creció y maduró un joven alto y apuesto que nunca olvidó sus orígenes. Es más, que buscó siempre no despegarse de la tierra, del “humus”, como a él le gusta decir, del sufrimiento, de la vida real, del pueblo, y así huir siempre de las vanidades propias de los escalafones mundanos, de los que no son ajenos los eclesiásticos.

Sencillo, sencillo hasta el escándalo, es este gigante de la bondad que nunca ha dejado de creer y de luchar por una Iglesia más pobre, más amable, más alegre y esperanzadora.  

Es impresionante la vida de este humilde sacerdote de Apucarana y obispo (de Ponta Grossa, Maringá y Brasilia), que junto a la religiosidad a prueba de bomba de sus padres, abrazó con provecho la espiritualidad de la unidad del Movimiento de los Focolares, que según confiesa, tanto le ha ayudado siempre a no perder el norte, a no renunciar a su deseo de ser sólo un niño evangélico.

Creo que para conocer a Joao hay que reconocer estos rasgos, de los que él es el primero en dar gracias a Dios: el de haber recibido la fortaleza de una fe incorruptible, la de haber tenido siempre los pies en la tierra, en la realidad cruda y dura tanto de las angustias y las tristezas como de las alegrías y las esperanzas de este mundo, que ya en su vida personal son, como sueña el Concilio Vaticano II, las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de la Iglesia.

Y también la de haber tenido desde muy joven la oportunidad de vivir, a través de una espiritualidad concreta, la de la unidad, una tensión permanente no sólo a no perder lo esencial, sino a buscarlo con otros, junto a tantos laicos, jóvenes, familias, sacerdotes, obispos, junto a una porción del pueblo de Dios sencillo.

Por otro lado, los paisajes de la  vida de Joao Braz de Aviz son los paisajes de las periferias geográficas y existenciales de la Iglesia. El Brasil de los extremos sociales, el entorno laboral y familiar, el del origen y el de la emigración interna, e incluso el entorno de los seminarios por los que pasó, son, al menos para nosotros, periféricos. Para las curias eclesiásticas, incluidas las de los institutos y congregaciones religiosas, aunque menos, también.

En las periferias del mundo hay estructuras de pecado, almas devastadas, violencias desatadas, hay noches oscuras interminables, hay dolores insufribles. Joao Braz de Aviz las conoce bien. Por tener en su haber, no le falta ni siquiera el haber sido secuestrado y tiroteado, el haber salvado la vida de milagro, y el haber sufrido por ello el zarpazo de los traumas y las depresiones. 

En las periferias está Dios, porque está el hombre que sufre. Allí está Dios mucho más que en el despacho de una parroquia o de un obispado. Bendito sea también este Dios que le ha permitido a Joao -ahora es evidente que él lo ve así desde la fe- compartir la suerte de los desheredados, que en la paradoja evangélica son en cambio los bienaventurados. 

Pero hablar de periferias al hablar del cardenal Joao Braz de Aviz no es sólo hablar de una procedencia, sino de un modo de ser cristiano y de ser Iglesia. Precisamente, lo que es para el Papa Francisco. La sintonía entre ambos por eso es prodigiosa. 

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