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Para confiar y recuperar la inocencia de los niños

Mom’s hand and the hand of the baby – es

© Sharon Drummond

Carlos Padilla Esteban - publicado el 04/05/15

¡Cuántas veces desconfiamos! Es posible creer que la fecundidad es de Dios y no se debe a mi esfuerzo

Siempre en Pascua me conmueve recorrer la vida de los apóstoles que se relata en los hechos de los apóstoles. Me emociona ver su fe, su fuego, su seguridad, su generosidad en la entrega. Una certeza que no procede de su humanidad, frágil y miedosa, sino del amor de Dios en sus vidas.

Se supieron amados, recibieron el Espíritu y fueron capaces de lo imposible. Sin Dios no podían hacer nada. Con Él todo parecía realizable. Me impresiona lo que Dios hace a través de sus manos rotas, de sus palabras imprecisas, de sus gestos audaces. Me impresiona su actitud orante ante la vida, su intimidad con Jesús resucitado.

Eran verdaderamente amigos de Dios y su amistad les llevaba a dar la vida por su amigo. Tenían miedo, como todos lo tenemos, pero no permanecían bloqueados por el miedo.

Sabían lo que tenían que hacer y lo hacían. Obedecían con humildad. Se adaptaban a los planes de Dios. No perdían el tiempo esperando la mejor oportunidad para actuar. Simplemente se ponían en camino.

Hay un texto muy especial que siempre recuerdo. Es la historia de Felipe y la conversión de un eunuco (Hechos 26, 39). En ese texto se nos muestra cómo actúa el Espíritu. En su corazón le va revelando el Señor a Felipe su voluntad de forma delicada, respetando su libertad, insinuando, proponiendo. Él escucha y actúa.

Lo primero que le dice es que vaya a un camino. No le dice un pueblo donde predicar la Palabra, ni un lugar en el que poder evangelizar. Simplemente le pide que vaya a un camino desierto, donde no hay nadie a quien hablar de Jesús. Le pide algo con poca lógica y él obedece. Espera, se muestra paciente.

¡Cuántas veces nosotros no creemos en los planes de Dios! ¡Cuántas veces nos pide que tengamos paciencia, que creamos en su promesa aunque no veamos nada todavía! Nosotros desconfiamos cuando no vemos frutos inmediatos. Cuando predicamos en el desierto y nadie parece escucharnos. Desconfiamos.

Felipe se fía de Dios. Pienso que hay que tener un corazón de niño para creer en planes imposibles, para aceptar propuestas poco plausibles. Felipe se fía, debía ser muy niño. Tendría ese don de ver más allá de las apariencias, ese espíritu filial de aquel que lo pone todo en manos de su padre y se deja llevar.

El otro día leía un poema de Unamuno: “Agranda la puerta, Padre, porque no puedo pasar. La hiciste para los niños, yo he crecido, a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame, por piedad; vuélveme a la edad aquella en que vivir es soñar”.

Esa edad de los niños en la que vivir es soñar. Creer contra toda esperanza. Confiar cuando parece imposible. Quisiera recuperar la inocencia de los niños, esa mirada sobre la vida que a veces pierdo.

Decía el Padre José Kentenich: “Dios quiere que reconquistemos en santa sabiduría nuestro ser niño. Una confianza ilimitada en la bondad de Dios”[1].

El niño confía ciegamente en la bondad de su padre. Así es como Dios quiere que volvamos a confiar en su amor. Él es bueno. Y bueno es todo lo que Él hace.

Pero, ¿cómo es posible confiar de forma ilimitada? Confiamos en nuestras propias fuerzas. Y cuando nos fallan, no confiamos en nada más. ¡Cuánto nos cuesta confiar en las personas!

Confiar en Dios ya nos parece imposible. Confiar en su amor infinito, en su bondad, en su presencia protectora. Confiar en Él y desconfiar de mis fuerzas.

Me gustaría tener esa confianza de los niños. Que no me importara tanto el futuro. Que no me diera miedo la vida. Como los niños que creen en el poder ilimitado de sus padres. Volver a ser como niños para entrar por la puerta pequeña del corazón de Dios. Es verdad. Ahí sólo caben los niños. Y yo he crecido a mi pesar.

Seguir a Jesús exige de nosotros una gran confianza filial. Creer en su amor, en su cuidado. Estar convencido de que mi vida descansa en sus manos. Que en Él puedo dormir tranquilo. Creer que la fecundidad es de Dios y no se debe a mi esfuerzo. Creer en sus deseos aunque aparentemente parezca todo imposible.


[1] J. Kentenich,
Niños ante Dios

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alma
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