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Los derechos humanos, ¿existen o son un capricho de Occidente?

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Marcelo López Cambronero - publicado el 04/05/15
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Es urgente determinar el origen de estos derechos, es decir, aquello que los hace exigibles y los dota de contenido
Una vez que se ha comido la última onza de chocolate que quedaba en la casa, el niño pequeño nos dibuja una sonrisa al reclamar un poco más con el argumento, que establece con toda seriedad, de que “¡yo quiero!”. Los adultos comprendemos que el chaval debe asumir la falta de conexión entre sus anhelos y el mundo si quiere madurar y aprender, en su momento, que todo deseo tiene relación con la voluntad, pero también con el esfuerzo.

Ahora bien, si fuese el padre de un alumno el que se plantase de mañana en un colegio pretendiendo que se le nombre inmediatamente director del centro porque así le apetece, la cosa sería diferente. Incluso dudaríamos de que tenga sentido conversar con él para convencerle de lo inapropiado de su petición, viendo que al solicitar algo semejante pone de manifiesto que carece de una correcta relación con la circunstancia.

Esto, que parece llano y simple sentido común, se ha vuelto confuso y truncado cuando hablamos sobre los derechos humanos, produciendo un desconcierto que llega a ponerlos en peligro al minar su consistencia, por el sencillo hecho de que hemos terminado por no distinguir si corresponden a algo real o si son la mera expresión de una preferencia subjetiva (“¡yo quiero!”).

Un problema así no es sólo una discusión académica, sino una urgencia que se está convirtiendo en obstáculo para el desarrollo y defensa de los catálogos de derechos y libertades que son fundamento y razón de ser de las democracias contemporáneas. Desde mi punto de vista el quid de la cuestión se encuentra en el origen de estos derechos, es decir, en aquello que los hace exigibles y los dota de contenido.

La concepción clásica entiende que un derecho brota de una realidad que apela a una determinada respuesta. Alguien que está pasando hambre clama la injusticia de su situación al mostrar su sufrimiento, y al verlo sentimos la urgencia de proporcionarle alimento. Su derecho nace así de su propio estado, de su naturaleza, ya que percibimos una iniquidad en la distancia que media entre la necesidad del menesteroso y lo que se le debe por ser lo que es.

De la misma manera, una niña que vaga por las calles obligada a mendigar y sin recibir ningún tipo de educación nos provoca una incomodidad -por así decir- al apelar a la conciencia. Son exigencias éticas que proceden “del rostro del otro” y que, por otra parte, vamos aceptando y desarrollando conforme las civilizaciones avanzan y la cultura evoluciona.

Sin embargo, una visión bien distinta se está abriendo paso en nuestras sociedades hasta volverse predominante: interpretar los derechos humanos a partir del presupuesto de que su fuente son las preferencias subjetivas.

Esta confusión provoca graves consecuencias. En primer lugar, al no existir una realidad que fundamente el pretendido derecho no podemos decir que exige reconocimiento, sino que ha de ser creado y que será, por lo tanto, un privilegio que otorgará el aparato jurídico a la persona o personas según le parezca al que mande.

De esta manera los derechos quedan bajo el criterio de quien tiene el poder y nada más. Aquellos que ejerzan influencia y presión a través de los medios de comunicación o gracias a sus condiciones económicas, etc., verán cómo la ley se ajusta a sus querencias en detrimento de los demás. Habrá así que nombrar al padre tarambana director del colegio si así lo codicia y tiene el poder suficiente como para conseguirlo.

Este es el ocaso del estado democrático y el nacimiento de regímenes de arbitrariedad jurídica que no dudarán en cargarnos de cadenas mientras hablan y hablan sobre la libertad.

Además, si los derechos se crean alegremente desde una selección de preferencias subjetivas reivindicadas por individuos o grupos
nos encontraremos con el curioso escenario de que nadie siente la obligación de una respuesta adecuada a estas peticiones, porque no hay a qué adecuarse.

Así, por ejemplo, se puede discutir sobre si una persona que afirma “ser una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre” tiene o no el derecho de sostener una identidad sexual que no concuerda con su genitalidad, pero en todo caso lo apropiado es verificar si nos encontramos o no ante un hecho real que, de serlo, exigiría de suyo alguna respuesta.

Lo que no es admisible es pretender en general el derecho a “elegir el propio sexo” y pedir su plasmación legislativa, puesto que sería una simple preferencia subjetiva que no transmite hacia el exterior ninguna exigencia.

Al generar un falso lenguaje en el que los “derechos” no son más que expresiones de la propia voluntad socavamos el principio de igualdad y concedemos al estado la capacidad de inventar, poner, limitarlos o eliminarlos según guste, al dejar de estar sometidos a razones que se contrastan y dialogan.

Otra consecuencia es que el estado se vuelve un deudor universal de toda preferencia, por muy banal y absurda que sea, rota ya en mil pedazos la posibilidad de encontrar un criterio común para las decisiones legislativas; y es ese mismo estado el que elige de qué se reconoce o no deudor y a quien atenderá.

Como se dice de Zeus en la Ilíada, tomará de las tinajas de su capricho o de su interés los bienes y los males y los repartirá entre los hombres según se le antoje. Esta es la base de la tiranía.

Tal vez mis lectores piensen que al afirmar que los derechos humanos corresponden con elementos reales estamos abogando por petrificar su catálogo, cerrando cualquier vía para nuevas reivindicaciones o, incluso, de una disidencia que constituye el principal mecanismo de transformación social. No. No es así.

La sociedad cambia y con ella el entorno que conocemos, abriendo nuevos espacios en los que se manifiestan necesidades no previstas y, a la vez, nuestra sensibilidad y comprensión del mundo también se modifica poniendo en evidencia perspectivas que antes no veíamos.

Es lo que sucedió cuando las mujeres de principios del siglo XX demandaron que se les permitiese votar, lo que se les quería negar indicando que no podían ser ciudadanas como los demás, en contra de su dignidad y del ser mujer.

Sólo si somos capaces de analizar y percibir la realidad y su evolución podremos sostener lo irrenunciable de nuestros estados de derecho, cuya fragilidad no nos puede resultar desconocida ni indiferente.
 

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