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¿Por qué conocer a nuestros hijos?

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La Mamá Oca - publicado el 22/04/15
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Es de vital importancia para su desarrollo
Se dice que uno ama lo que conoce. Y tiene lógica. Es muy difícil desear algo sino sabemos cómo es. Tampoco podemos tener antojos de un sabor que no hemos probado. Lo mismo con el amor. Mientras más conocemos, más amamos (siempre y cuando lo que conocemos nos guste). Por eso, por ejemplo, el tiempo del noviazgo es básico antes del matrimonio, porque es una etapa que tiene como objetivo el conocimiento del otro como futuro cónyuge.
 
Sin embargo, el amor a los hijos es tal vez el único amor que rompe, normalmente, con esta regla. Sobre todo en el caso de la mamá: basta que nos digan que tenemos un bebé en la barriga para ya amarlo y desearlo con todo nuestro corazón.

No necesitamos verlo ni sentirlo –en los primeros meses de embarazo ni percibimos sus movimientos– para ya adorarlo. Por eso una pérdida es terrible para una mujer, por más corto que haya sido el tiempo de embarazo.
 
Esto es porque amar a nuestros hijos es algo natural, está en la naturaleza de toda mujer… o de la gran mayoría. Por eso decimos que una madre es “desnaturalizada” cuando no actúa de esa manera, porque no lo tiene en su naturaleza.
 
Los papás también aman a sus hijos con todo el corazón. Pero este amor se acrecienta cuando ya toman contacto directo con el nuevo ser. Y llega a ser enorme. Por eso vemos casos en que los hijos tienen una relación más estrecha con el papá.  Es un amor que está más vinculado con el conocimiento directo.
 
También es de uso común decir que nadie conoce mejor a las personas que su madre y su padre (la famosa frase “Te conozco como si te hubiera parido” se basa en hechos reales). La convivencia, la filiación, la conexión, el instinto y todo lo que une a un padre con su hijo son razones más que suficientes para saber perfectamente de qué pie cojea nuestro pequeño o gran retoño. Y esta es una herramienta muy poderosa para enfrentar, en el caso que se den, futuros problemas.
 
Indagar en lo profundo
 
Puede ser que las preocupaciones, las tareas de la casa y el trabajo no nos permitan estar mucho tiempo con nuestros hijos: levantarse temprano, arreglarse (y arreglarlos), el desayuno, llevarlos al colegio, ir al trabajo, regresar, hacer o revisar tareas, comer, ver el almuerzo del día siguiente, bañarlos, acostarlos, acomodar todo lo pendiente, son tal vez algunas de las tareas que llenan nuestro día a día.

¿En qué momento podemos sentarnos a conversar sobre temas importantes con ellos? La verdad que con sólo releer lo anterior ya me estresé… No sé, pero hay que hacerlo: fines de semana, feriados, en las noches antes de dormir, en la cena, en el camino al colegio, en el supermercado, mientras esperamos hacer un trámite con ellos, mientras limpiamos la casa, cualquier momento es bueno para preguntarles a nuestros hijos cómo se sienten, qué les gusta, qué no les gusta, cómo van las relaciones con sus amigos, qué han visto últimamente en la televisión o en el internet, con quién juegan en el colegio, qué juegan, si tienen problemas con los compañeros… o, tal vez, no preguntar tanto y escucharlos.

A los niños y adolescentes les encanta que los escuchen sin que los cuestionen… y con sólo abrir nuestros oídos y nuestro corazón podemos descubrir mucho más del universo interno que contienen nuestros hijos, que mientras más crecen más se escapan de nuestro control y conocimiento.
 
La terapia es conocimiento
 
Y digo esto porque hoy en día está muy de moda diagnosticar. Todos los niños y todos los adultos tenemos algún problema, algo que hay que chequear, corregir, observar, etc. Cada vez que toca entrega de informe en el nido o en el colegio vamos aterrados para ver si nuestro dulce bebé no se ha transformado en algún síndrome intratable con piernas y brazos. Y ojo, yo no reniego de las terapias ni de la psicología. Es más, creo que ayudan muchísimo en casos específicos.

Pero lo que ve un psicólogo con una o dos horas semanales son más comportamientos, acciones, todo lo que el alma de nuestro hijo quiere externalizar de alguna manera que tal vez no le gusta al resto o hacen que su sociabilidad no sea la adecuada. ¿

Y saben por qué las terapias toman tanto tiempo? Porque el terapista se da el trabajo de conocer a su paciente y, si es un niño, a sus papás, a sus hermanos, la dinámica familiar, escolar, etc. para ver de dónde salen todos los problemas…pero no conviviendo, sino en cortas sesiones con ciertas herramientas de medición. Y sin el amor de un padre. Nuevamente, hablamos de puro y simple conocimiento. Ojo, quiero que quede claro que estoy hablando de situaciones cotidianas, no de casos clínicos u otras situaciones que sí requieren a un especialista para salir adelante.
 
Conocer para amar responsablemente
 
Al ser nosotros los que más amamos a nuestros hijos, está en nosotros el conocerlo más, no para amarlo más (porque como dije al comienzo, este es el único amor que nace y crece sin que el conocimiento sea su causa) sino para simplemente ahondar en lo que mueve su corazón.
 
Muchas situaciones se han salvado porque una mamá o papá conocía mucho a su hijo. Leí una vez un caso en que un adolescente contento y feliz de repente se volvió huraño y mal humorado. La situación se mantenía. La mamá que sabía perfectamente cómo funcionaba el universo interior de su hijo se preocupó y fue a consultar a especialistas. Todos le decían que era normal a su edad. Pero ella no les creyó porque lo conocía. Sabía que algo grave estaba pasando. Y no quería preguntarle directamente a su hijo porque sabía que a esa edad y siendo hombre, la forma de abordarlo no podía ser directa.

Durante mucho tiempo la mamá, atenta, entraba al cuarto del chico a ordenar la ropa o hacer otras cosas buscando estar cerca de él… hasta que un día el hijo no aguantó y le contó que un conocido lo había tratado de seducir y él había escapado, pero que desde entonces se sentía avergonzado y no se lo quería contar a nadie. A partir de ahí las cosas mejoraron. Y todo porque la mamá conocía a su hijo mejor que nadie… mejor que los especialistas, mejor que lo que cualquier libro o amigo le podía decir.
 
Veamos la situación en nosotros mismos. Mientras más nos conocemos, más autodominio tenemos sobre nuestra voluntad, sobre nuestros pensamientos. Sabemos reconocer nuestros sentimientos y sabemos cómo actuar cuando estos se presentan. El autoconocimiento es una herramienta poderosísima para el crecimiento personal. Porque el conocimiento nos da poder y control (que puede ser en el buen y el mal sentido de las palabras, pero para efectos de este blog, lo decimos en el buen sentido).
 
Lo mismo sucede con nuestros hijos: mientras más los conocemos podemos controlar mejor las situaciones, dominar los problemas, ver las posibles causas y las posibles soluciones. Muchas terapias familiares sirven para conocerse unos a otros porque, sí, podemos vivir bajo el mismo techo pero no saber quién es realmente el que comparte el cuarto con nosotros. Ganémosle un poco de tiempo a una posible terapia haciendo el esfuerzo de conocernos.
 
Conocer a nuestros hijos es de vital importancia para su desarrollo. No los conocemos para controlarlos y fiscalizarlos, ni mucho menos para criticarlos (“Te conozco, todo lo que haces para vagar”, no es una frase muy constructiva). Los conocemos para amarlos más allá del amor natural que nace de la simple filiación. Para amarlos con el amor responsable que merecen tener de parte de sus padres como encargados de su formación y crecimiento espiritual. Por eso no estoy hablando de un conocer superficial (saber que su plato favorito son el pollo con papás fritas no es un conocimiento profundo, de su intimidad).
 
Reflexionemos un poco sobre este tema y analicemos cuánto realmente conocemos a cada uno de los miembros de nuestra familia, como seres únicos y distintos, irrepetibles. Seguro que si nos ponemos como meta ahondar un poco más en cada uno de ellos encontraremos sorpresas insospechadas, gratas y no tan gratas. Pero ya el simple hecho de saber que existen es un gran paso para disfrutarlas o para enfrentarlas.
 
Artículo originalmente publicado por La Mamá Oca

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