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Pereza: Cuando ya no interesa la verdad

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Monseñor Charles Pope - publicado el 22/04/15

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Uno de los más incomprendidos entre los pecados cardinales es la pereza. Esto es porque la mayoría lo ve simplemente como no tener ganas de trabajar. Pero la pereza es más que eso. Tomemos un momento para considerar algunos aspectos del pecado capital que llamamos pereza.

La palabra griega que traducimos como pereza es acedia ἀκηδία (a = ausencia kedos + = de atención), lo que significa indiferencia o negligencia.

Santo Tomás habla de la pereza como la pena por el bien espiritual. Por ello, evitamos el bien espiritual como algo demasiado molesto (cf ST II-II 35,2).

Algunos comentaristas modernos hablan de la pereza como la sensación del «no me importa». Algunos incluso dicen que es una especie de desamor hacia Dios y las cosas de Dios (cf Ap 2: 4).




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A causa de la pereza, la idea de una vida buena y el regalo de una humanidad transformada no inspira alegría, sino aversión o incluso disgusto, porque es vista como demasiado pesada o que exige dejar de lado los placeres o pecados que se disfrutan actualmente.

Por la pereza, muchos experimentan tristeza en lugar de alegría o entusiasmo por seguir a Dios y recibir una vida humana transformada.

Están angustiados ante la perspectiva de lo que podría pasar en caso de abrazar la fe más profundamente.

La pereza también tiende a olvidar el poder de la gracia, centrándose en el «problema» o esfuerzo que implica el ser cristiano, en lugar de entenderlo como una gracia, como una obra de Dios.

Como dije antes, muchas personas hoy en día equiparan la pereza con las pocas ganas de trabajar. Pero la pereza no es simplemente eso; se entiende más bien como la tristeza o indiferencia.

Aunque la pereza a veces puede tener que ver con el aburrimiento y la desgana hacia el logro de bien espiritual, también puede manifestarse con un «meterse a lo loco” en las cosas del mundo a fin de evitar las preguntas espirituales o vivir una vida reflexiva.

En resumen, se puede ser un adicto al trabajo, y sin embargo, estar pecando de pereza.




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Dicho esto, la pereza suele manifestarse como una especie de letargo, un aburrimiento que parece que no puede sentir ningún interés, energía, alegría o entusiasmo por los dones espirituales.

Estas personas pueden ser entusiastas acerca de muchas cosas, pero Dios y la fe no están entre ellas.

El aburrimiento parece haber aumentado en los tiempos modernos y esto alimenta la pereza. En efecto, hoy estamos hiperestimulados.

El ritmo frenético, las interrupciones interminables, la abundancia de entretenimiento, las películas de ritmo rápido, y los videojuegos nos sobreestimulan.

Desde el momento en que despertamos hasta que nos caemos en la cama al final del día, casi nunca hay un momento de silencio o un momento en que no estamos siendo bombardeados por imágenes, a menudo vacilantes y rápidamente cambiantes.

Este hiperestimulación provoca que cuando nos encontramos con cosas como la oración silenciosa, o se nos pide que escuchemos durante un período prolongado, o cuando la imagen no está cambiando lo suficientemente rápido, nos aburrimos fácilmente.

Peter Kreeft dice:

La pereza es un pecado frío, no caliente. Pero eso lo hace aún más letal. Cuando uno se rebela contra Dios, está más cerca de él que si le es indiferente… Dios puede enfriar más fácilmente nuestra ira que encender nuestra frialdad, a pesar de que puede hacer ambas cosas. La pereza es un pecado de omisión, no de comisión. Eso también hace que sea más letal, por una razón similar. Para cometer el mal, al menos uno debe estar dentro del juego… La pereza sencillamente lleva a no querer jugar, ni con Dios ni contra Dios… Se sienta en el banquillo aburrida … Es mejor ser frío o caliente que tibio [Back to Virtue, pag. 154].

La pereza da lugar a muchos pecados: no oramos, no vamos a misa, no nos confesamos ni leemos las Escrituras. No crecemos en nuestra vida espiritual y por lo tanto no somos capaces de llegar a ser el hombre o la mujer que Dios nos creó para que fuéramos.

En cierto sentido, todo pecado contiene un elemento de pereza, porque cuando pecamos mostramos una especie de aversión a la gracia que Dios nos ofrece.

En lugar de ver la ley moral de Dios como una gran llamada a la libertad, rechazamos esa llamada como «una molestia».

Socialmente, también, hay muchas manifestaciones de la pereza. Las dos más comunes en el mundo moderno son el secularismo y el relativismo.

1. El secularismo

Por secularismo me refiero a la preocupación por las cosas del mundo (más que al significado más corriente de hostilidad hacia la fe religiosa).

Es increíble cómo nos apasionamos por las cosas del mundo. Puede ser el fútbol, ​​o la política, o el dispositivo electrónico más reciente.

Quizás sea nuestra carrera, o el mercado de valores, o las noticias. Sí, somos gente apasionada, e incluso el más reservado tiene fuertes intereses que ocupan su mente.

Y sin embargo, muchos de los que se regocijan con el partido de baloncesto, o se dedica con pasión al mitin político, o que se entusiasman con su programa de televisión favorito, son los mismos que no muestran interés alguno en la oración, la Misa, o estudio de la Biblia.

Y si van a misa, se les ve como si estuvieran en agonía hasta que se acaba.

Esto es el secularismo, y es una forma de pereza. Tenemos tiempo y pasión para todo lo que no es Dios. Estamos fascinados por muchas cosas del mundo, pero aburridos y tristes (o sea, perezosos) para las cosas de la vida espiritual. ¿Dónde está la alegría? ¿Dónde está el celo? ¿Dónde está el hambre de Dios?


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2. El relativismo

Muchos hoy se entregan a la idea de que no existe la verdad absoluta e inmutable a la que somos llamados y a la que debemos conformarnos. Esto es el relativismo.

Y muchos de los que lo practican realmente se felicitan por su «tolerancia» y «apertura mental». Piensan en su relativismo como una virtud. Pero muy a menudo, el relativismo es simplemente la pereza disfrazada de tolerancia.

El hecho es que, si existe algo parecido a la verdad (y es así), entonces yo debería buscarla con alegría y basar mi vida en ella.

Muchos prefieren el relativismo porque es una salida fácil. Si no existe una verdad entonces yo no estoy obligado a buscarla ni a basar mi vida en ella.

Francamente, muchos son reacios y les molesta la verdad porque encuentran sus demandas fastidiosas. Esto es la pereza.

Su tristeza se dirige hacia un don espiritual muy precioso de Dios: el don de la verdad. En vez de buscar con alegría la verdad, el relativista evita el regalo, ocultando su pereza en palabras como «apertura mental» y «tolerancia».

La tolerancia es muy importante, pero la verdadera virtud de la tolerancia es generalmente malentendida: la comprensión adecuada de la tolerancia es «la aceptación condicional o la no interferencia con las creencias, acciones o prácticas que se sabe que están mal, pero se consideran ‘tolerables’, de manera que no se deben prohibir o limitar irrazonablemente”.

El punto clave que a menudo se pierde hoy es que las creencias o prácticas toleradas se consideran objetables, malas.

Si este componente no está presente, no estamos hablando ya de «tolerancia» (hacia el mal), sino de «indiferencia» (da igual cómo sean).

Por lo tanto, los relativistas que descartan que la verdad exista, no pueden con razón llamar a su posición «tolerancia». De hecho, es indiferencia, y es una forma de pereza.

Todas nuestras proclamas de ser tolerantes y de mente abierta, frecuentemente esconden que somos simplemente vagos y perezosos a la hora de buscar la verdad.

Nosotros (hablando colectivamente) no amamos la verdad, sino que huimos de ella, con tristeza, porque nos pide demasiado para nuestro gusto.

Jesús ha dicho con razón, que esto es la condenación: que la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. Pero el que practica la verdad viene a la luz, de modo que se vea claramente que lo que ha hecho está ha hecho según Dios (Jn 3, 19-21).


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