Tener el valor de equivocarse, y sobretodo tener el valor de rectificar, no una vez sino repetidamente, para poder encontrar. Para poder, “probando y volviendo a probar”, como decía Galileo, llegar a entender. Pienso que el gran Einstein, si hubiera sabido que al recordarlo enlistamos sus errores, habría hecho una extraordinaria sonrisa socarrona de la que era capaz, y habría estado contento. Lo importante no es tener razón. Es caminar a lo largo del camino para llegar a entender”.
Einstein y el Creador
Juan Pablo II, durante su visita al Centro Ettore Majorana (Italia, Sicilia, 8 de mayo de 1993) recordó: “Albert Einstein significativamente afirmó: ‘Lo que es eternamente incomprensible en el mundo es precisamente el hecho que éste es comprensible’”. (2).
Entonces, el Papa añadió este comentario: “Se trata de un incoercible sentido de estupor que el creyente traduce en impulso de oración, cuando captura en el misterio del mundo el eco de un Misterio más grande, y exclama con el salmista: “¡Oh Yahveh, Señor nuestro, qué glorioso tu nombre por toda la tierra!” (Sal 8,2).
Albert Einstein no era un hombre religioso pero tenía un gran respeto por las religiones. No sólo. En su pensamiento y en numerosos de sus escritos la presencia de Dios es una “preocupación” recurrente derivada no tanto de una reflexión de fe, íntima, cuanto del estudio y los conocimientos científicos del mundo, en particular del orden y la inteligencia que se vislumbra en el cosmos. El matemático católico Francisco Javier, amigo de Einstein, en su libro De la ciencia a la fe narra que poco antes que muriera Einstein, mientras abordaban el tema religioso, él dijo: “Quien no admite el insondable misterio no puede ser ni siquiera un científico”. (3)
Albert Einstein en una carta dirigida al filósofo y matemático Maurice Solovine escribió: "Encuentra usted curioso que yo considere la comprensibilidad del mundo como un milagro o misterio eterno.
Pues bien, a priori cabría esperar un mundo caótico, que no puede en modo alguno ser aprehendido por el pensamiento. Se podría, e incluso se debería, esperar que el mundo estuviera sometido a la ley sólo en la medida en que nosotros intervenimos con nuestra inteligencia ordenadora.
Se trataría de una especie de orden como el orden alfabético de las palabras de una lengua. Al contrario, la especie de orden creada, por ejemplo, por la teoría de la gravedad de Newton, es de carácter totalmente distinto. Porque si los axiomas de la teoría son planteados por el hombre, el éxito de una empresa de esta clase supone un orden de alto grado del mundo, objetivo que a priori nadie estaba autorizado a esperar.
Este es el milagro que se fortalece más y más con el desarrollo de nuestros conocimientos. Aquí se encuentra el punto débil de los positivistas y de los ateos profesionales, que se sienten felices porque tienen la conciencia no sólo de haber privado con todo éxito al mundo de sus dioses, sino también de haberlo despojado de sus milagros. Lo curioso es que hemos de contentarnos con reconocer el milagro, sin un camino legítimo para ir más allá. Me veo forzado a añadir esto expresamente, a fin de que no vaya usted a creer que, debilitado por los años, me he convertido en presa de los curas”. (4)
Estas son reflexiones que llevan a Einstein a dos conclusiones de gran importancia. La primera: “En vista de tal armonía en el cosmos que yo, con mi mente humana limitada, soy capaz de reconocer, hay aún gente que dice que no hay ningún Dios. Pero lo que realmente me molesta es que ellos me citan para el apoyo de tales opiniones”. (5)
La segunda: “La ciencia contrariamente a la opinión difundida, no elimina a Dios. La física debe, además, perseguir finalidades teológicas, pues debe proponerse no sólo saber cómo es la naturaleza, sino también saber por qué la naturaleza es así y no de otra manera, con la intención de llegar a entender si Dios tenía frente a sí otras opciones cuando creó el mundo”. (6)
(1) Citado en S. W. Hawking y W. Israel, “Einstein. A Centenary Volume”, Cambridge University Press 1987.
(2) Cf. “Journal of the Franklin institute”, 1986, vol. 221, n. 38.
(3) Citado en F. Saveri, “Dalla scienza alla fede”, Edizioni Pro Civitate Christiana 1959, pag. 103.
(4) A. Einstein, “Lettera a Maurice Solovine”, GauthierVillars, Parigi 1956 p.102.
(5) R. Clark, “Einstein: The Life and Times”, London, Hodder and Stoughton Ltd., 1973, p. 400, e in M. Jammer, “Einstein and Religion”, 2002, p. 97.
(6) Holdon, “The Advancemente of Science and Its Burdens”, Cambridge University Press, New York 1986, pag. 91.