¿Cuál es la base bíblica por la que creemos en un estado de purificación ultraterreno?
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Contrariamente a lo que ha afirmado incluso algún historiador no estamos en presencia de un invento medieval. Cierto, el purgatorio aparece claramente en los documentos de los concilios de Lyon (1274) y de Florencia (1439), reafirmados sucesivamente por el de Trento, en polémica con la Reforma protestante, que consideraba el purgatorio una invención diabólica.
En verdad, la doctrina de una purificación ultraterrena – que, por otro lado, pertenece también a otras religiones (la egipcia antigua, el budismo, Platón o Virgilio) – era ya patrimonio común en los textos de muchos Padres de la Iglesia y de autores cristianos de los primeros siglos, a partir de Orígenes (siglo III).
Además del texto paulino más bien genérico de 1Cor 3,15 (“Si la obra es consumida, se perderá. Sin embargo, su autor se salvará, como quien se libra del fuego”) ¿cuál es la base bíblica para semejante aserción? La referencia fundamental es un pasaje del segundo libro de los Macabeos (12,38-45).
Al final de una batalla, Judas Macabeo descubre con horror que, bajo los vestidos, algunos soldados hebreos caídos en combate guardaban ídolos protectores, violando así el Decálogo. Y sin embargo habían muerto por una causa alta, religiosa y nacional.
Decide, entonces, hacer una colecta para un sacrificio expiatorio, con la convicción de que estos “pudieran ser absueltos del pecado” cometido mediante la intercesión de los vivos, y así entrar en la gloria. Lo que le sugirió esta idea fue “el pensamiento de la resurrección”, porque “si él no hubiera esperado que los caídos resucitaran, habría sido superfluo y vano rezar por los muertos”.
Hasta aquí el texto bíblico que alaba el acto de Judas. Quedan abiertos muchos problemas complejos respecto al llamado “estado intermedio” entre la muerte y la resurrección final. Instintiva y espontáneamente, nosotros razonamos siempre en términos de tiempo, que suponen un antes y un después, y recurrimos al espacio, que exige un lugar.
En verdad, tras la muerte, el ser humano entra en lo eterno y en el infinito, que son realidades “puntuales”: son como un punto o una especie de instante perfecto en el que todo se condensa, trascendiendo toda duración y espacialidad. Por esto, el discurso sobre el purgatorio debe ser liberado de referencias a lugares y a tiempos definidos.
En esta luz queda significativa la afirmación del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, que define así el purgatorio: “El purgatorio es el estado de los que mueren en amistad con Dios pero, aunque están seguros de su salvación eterna, necesitan aún de purificación para entrar en la eterna bienaventuranza” (n. 210).
Nuestro límite humano y nuestra debilidad requieren, de hecho, que para acceder a la plenitud de la vida y luz en Dios, haya una purificación, y esto vale para la mayor parte de los justos. En el libro de Job, de hecho, se lee: “Si hasta la luna no tiene brillo ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos el hombre, ese gusano, el hijo del hombre, que es sólo una lombriz!” (25,5-6). En esta luz, la doctrina del purgatorio resulta mucho menos obsoleta de cuanto se ha sugerido a menudo.
[Tomado de Gianfranco Ravasi, "Raggiungere la meta" (Edizioni San Paolo)]