En esa pequeña obra maestra que es Cadena perpetua, el personaje que interpreta Morgan Freeman dice, tal vez la que es la frase más importante del film y si me apuran, de toda lógica existencial: empeñarse en morir o empeñarse en vivir.
Jack, el joven protagonista de La mecánica del corazón, es un niño maltrecho condenado al mecánico engranaje del reloj que, nada más nacer la implantaron en el pecho. Era lo único que se podía hacer ante un corazón helado que decidió dejar de latir cuando una violenta ola de frío lo pilló desprevenido el mismo día de su nacimiento.
Ocurrió en el Edimburgo de finales del siglo XIX en un singular universo a medio camino entre el realismo mágico y el expresionismo alemán, previo paso por el musical. Allí, Jack se mantendrá con vida gracias a un improbable bypass siempre y cuando respete tres sencillas reglas: nunca tocar las manecillas del reloj que llevará de por vida en el pecho, nunca dejarse llevar por la ira y jamás, nunca jamás, enamorarse.
Sin embargo Jack, aunque su vida pueda depender de ello y aunque su delicado engranaje pueda verse trágicamente afectado, se empeñará en vivir. Pero no respetando al milímetro las reglas con las que se vio obligado a convivir, sino transgrediéndolas. Porque la vida, entiende Jack, se nutre de sensaciones y de emociones. ¿Vale la pena vivir sin una cosa u otra? Al final, Jack ascenderá a un bucólico cielo escalando por sus inertes copos de nieve congelados en el tiempo, a modo de mágicos peldaños hasta un destino trágico y hermoso a la vez.
En efecto, La mecánica del corazón no es una película para niños, pero no por su violencia o por sus connotaciones de cualquier tipo, sino porque lo más probable es que se aburran como ovejas. El film es, en su sentido más amplio y radical, un cuento para adultos, eso es, una fábula pensada para ser consumida y meditada por adultos. Sus detalles se acumulan en un cuidadísimo diseño de producción y un entramado dramático cocinado a fuego lento que exige reflexión, antes que mera y simple diversión.
La pena, la gran pena es que el film dirigido por Mathias Malzieu (también autor del relato en el que se basa la película) y Stéphane Berla no hayan sabido cocinar en su justa medida unos ingredientes que, resulta evidente, acunan una obra maestra potencial. El cinéfilo, puede disfrutar fantaseando con la gran película que, en otras circunstancias, podría haber emergido ante semejante materia prima. El resto, tendrán que conformarse con una obra que se queda a medio camino aunque sus intenciones y sus méritos (tanto narrativos, como dramáticos y técnicos) sean particularmente loables. Tal vez por imperfectos, quizá por una cuestión de objetivos o puede que solo porque querían expresar cosas hermosas.