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¿Sólo Dios es santo o hay muchos santos y yo también puedo serlo?

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© 1986 Túrelio (via Wikimedia-Commons)

Henry Vargas Holguín - publicado el 16/04/15

Dios brilla con luz propia y el cristiano brilla si le llega la luz divina, el secreto de la santidad humana está en la fe

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Quisiera que explicaran bien el concepto de la santidad. Tengo a alguien cercano un poco escéptico que piensa que no hay santos, sólo Dios. Y justo en misa lo escuchó en el Gloria y me lo reclamó con seguridad: no hay santos en la tierra, sólo Dios, no hay que vivir para creerse santos o convertirse en santos. 

"Sed imitadores de Dios…, y vivid en el amor" (Ef 5,1-2).

En la oración del Gloria, decimos a Jesucristo: “Sólo Tú eres Santo”; es decir, sólo Dios es santo, la santidad es Dios mismo. La santidad es un atributo de la naturaleza de Dios e implica la absoluta perfección moral, infinita bondad, amor y misericordia.

En este sentido Dios es santo. Él es la fuente histórica de donde proviene toda santidad, como empieza la oración de consagración de la segunda plegaria eucarística: "Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad". Y como Dios es Trinidad, santo no es sólo Jesucristo, sino también el Padre y el Espíritu Santo.

Por tanto el único santo, es más, el único tres veces santo es Dios Trinidad; lo decimos en la misa: "Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria" (Isaías 6, 1-2).

El título predilecto de Dios para el profeta Isaías es "el Santo de Israel". También éste es el nombre propio de Dios como proclama la Santísima Virgen María en el Magníficat: "Su nombre es Santo".

Pero como la santidad divina es sólo de Dios, esa santidad no está a nuestro alcance, es inaccesible para nosotros. Bien lo dice el prefacio de la plegaria eucarística IV en catalán: “Porque Tu eres el único Dios vivo y verdadero que existes desde siempre y existirás eternamente y habitas en una luz inaccesible”. Él es Espíritu puro y nosotros tenemos mucho de materia, de terrenal; hay pues una tremenda distancia entre Él y nosotros, sus creaturas.

Pero tenemos un consuelo: la santidad de Dios se ha hecho carne, ha tocado nuestra naturaleza y ha venido a habitar entre nosotros como nos lo atestigua san Pedro: "Nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 69).

Por esto la santidad de Dios es absoluta y la del hombre es relativa; la santidad del ser humano no es la de Dios.
La santidad del ser humano es gozar de la santidad de Dios estando en comunión con Él en Jesucristo, la santidad humana depende de la de Dios, es irradiación de la santidad divina.

La santidad humana es como salir de una habitación oscurísima para dejarse iluminar, calentar y vivificar por la luz solar; sólo así veremos la realidad tal como es. La realidad plena no es lo que experimentamos encerrados en la habitación oscura. En otras palabras, Dios brilla con luz propia y el cristiano brilla si le llega la luz divina.

¿Por qué debemos ser santos? El motivo fundamental por el cual debemos ser santos es que Él, nuestro Dios y creador, es santo. La santidad es una especie de herencia, que los hijos debemos asumir.

Pero hay una diferencia entre esta herencia y la herencia de unos padres, pues en el caso de las herencias humanas los padres terrenales solamente dejan a sus hijos lo que materialmente tienen. Dios, por el contrario, transmite también lo que es. Él es santo y nos hace santos; Jesús es Hijo de Dios y nos hace hijos de Dios como Él.

Otro motivo es que el mismo Jesús nos dice: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48). Jesús, al pedirnos ser santos, es obvio que no nos pide que seamos iguales a Dios, sino que nos dejemos llenar de Dios a través suyo. Que todas las acciones sean respuesta a las inspiraciones de Dios, que sean el cumplimiento de la voluntad divina.

Y Jesús pide que tendamos a la perfección
citando el libro del Levítico, cuyo tema predominante es la santidad: "Sed santos, porque santo soy yo, el Señor, vuestro Dios" (Lev 19, 2). "Yo soy el Señor que os santifica" (Lev 20, 8). 

En el Deuteronomio comienza a aclararse qué significa ser santos. "Tú eres un pueblo consagrado a Yahveh tu Dios; Él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra" (Dt 7,66). 

Este pueblo ahora es la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios; la Iglesia es propiedad de
Dios, por esto la Iglesia es santa, no por nosotros los hombres sino, entre otras cosas, porque también es el cuerpo místico de Cristo.

La santidad de la Iglesia tiene que reflejarse en sus miembros, por esto san Pedro dice: "Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la escritura: Seréis santos, porque santo soy yo" (1 Ped 1, 15-16).

"Santo" significa, pues, "consagrado", es decir, elegido y separado del resto del mundo y destinado al servicio y al culto de Dios. Santo es todo lo que entra en una relación particular con Dios, después de haber sido separado de todo lo demás.

Y este "sed perfectos" de Jesucristo o este "sed santos" de san Pedro, más que otra cosa es una invitación, es realmente el objetivo de vida que Jesús nos quiere hacer ver, es responder a una necesidad.

La santidad no es por tanto una imposición o una carga pesada sobre nuestras espaldas, sino más bien es algo que Dios nos quiere dar y que quiere que recibamos. Dios quiere darnos su gracia.

Estamos llamados a ser santos (1 Co 1,2) y esa es nuestra verdadera vocación. Hemos sido creados "a imagen de Dios" (ésta es, según la Biblia, nuestra verdadera naturaleza), y estamos destinados a ser "semejanza de Dios" (Gn 1,26).

El ser humano no es sólo lo que es desde su nacimiento, sino también lo que está llamado a ser con el ejercicio de su libertad; el ser humano está llamado a mejorar, a buscar su perfección en la obediencia a Dios, a restablecer el antiguo orden de cosas antes de la aparición del pecado original.

Nosotros creemos que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. Y decir que Jesús es hombre verdadero, significa, para la Biblia, que es santo. Jesús es el hombre al que todos los demás deben asemejarse; es el modelo perfecto de humanidad, el último Adán, como lo define san Pablo (1 Cor. 15,45), y esto precisamente porque es el Santo de Dios.

En Jesús vemos que ser santos significa ser hombres verdaderos, auténticos. Jesús nos comunica, nos da, nos regala su misma santidad. Su santidad es también la nuestra. Es más, Él es nuestra santidad. Está escrito, en efecto, que Dios lo hizo "para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención" (1 Co 1,30). Para nosotros, no para sí mismo, pues Él ya era santo.

Se cuenta que un periodista le preguntó a la Madre Teresa de Calcuta: “¿Qué se siente al ser considerada ya una santa?” Ella le respondió: "Ser santos no es un lujo, es una necesidad".

Ser santos no es una cosa opcional; es la primera y la mayor responsabilidad que tenemos. Ser santos significa, por lo tanto, ser criaturas realizadas y libres del pecado que esclaviza y es muerte; no ser santos significa haber fracasado en la vida. No es la santidad lo que nos hace menos seres humanos, sino el pecado.

“Y todos estamos llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: "Porque ésta es la voluntad de, Dios, vuestra santificación" (1 Ts 43)” (Lumen gentium 39).

Los hijos de Dios que nosotros llamamos santos simplemente son aquellos que han sido fieles a Dios, los que han sido llenados de la gracia de Dios estando en este mundo, los que han sido irradiados con la gloria divina; los que aceptaron la invitación de ir al banquete de bodas
y se pusieron el traje de fiesta (la gracia de Dios) y con este traje de bodas (Mt 22,12) entraron en el trono celeste y se sentaron al banquete de bodas del Cordero.

¿Dónde está el secreto de la santidad humana? Está en la fe. La santidad de Cristo se nos transmite por contacto, algo así como pasa con los bombillos; éstos se encienden gracias al contacto con la electricidad.

Pero hay una diferencia entre el hombre y un bombillo: el bombillo recibe, sin más, la corriente eléctrica; mientras que el cristiano es quien pide que le llegue la electricidad mediante la fe. La fe establece entre nosotros y Cristo una especie de contacto espiritual y este contacto se logra a través de los sacramentos que hacen de cable.

Y la santidad que Cristo nos transmite no es una cosa abstracta; es el Espíritu Santo. Decir que participamos en la santidad de Cristo es como decir que participamos del Espíritu de Cristo.

“En esto conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu" (1 Jn 4,13). Por esto la santidad que está en nosotros no es una santidad diferente, sino que es la misma santidad de Cristo que se nos concede mediante su Espíritu.

Y el bombillo tiene que estar en condiciones, tiene que estar bueno para iluminar. Y en el caso del cristiano aquí entran la cruz, las mortificaciones, la lucha contra el pecado. La santidad es como realizar una escultura.

Miguel Ángel dijo que esculpir, a diferencia de las demás expresiones artísticas, es el arte de quitar. Sólo una escultura se logra quitando lo que sobra, haciendo caer los pedazos inútiles. El escultor no añade nada, sólo quita.

La mortificación, las renuncias, luchar contra el pecado, etc., son también obra del Espíritu Santo, no sólo fruto de nuestro esfuerzo. Pero desde luego aquí entra en juego más directamente nuestra libertad.

La Biblia nos habla de santidad a veces en indicativo y a veces en imperativo. En ocasiones dice: "Vosotros sois santos", o bien: "Habéis sido santificados"; y en otras ocasiones nos dice: "Sed santos". Por tanto nuestra santificación se presenta algunas veces como algo ya realizado, y en otras como algo que se ha de realizar; unas veces como un don, y otras como un deber.

Hay un texto en el que el apóstol san Pablo define a los cristianos como "los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos" (1 Co 1,2). Al mismo tiempo, pues, santificados y santificandos.

No se podía decir de modo más claro que, con respecto a la santidad, hay una parte que nos corresponde a nosotros. Al igual que hemos visto que en Jesús hubo una santidad dada y una santidad adquirida, también en nosotros existe una santidad que hemos recibido en el bautismo y que recibimos continua y gratuitamente mediante la fe y los sacramentos, y hay una santidad que debemos adquirir y aumentar con nuestro esfuerzo.

San Pablo escribe: "No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente" (Rm 12,2). Después de decir "no os acomodéis al mundo presente", el Apóstol dice "transformaos". Antes que transformar el mundo, hemos de transformarnos nosotros mismos o, lo que es lo mismo, convertirnos.

Por tanto no podemos caer en el error de decir que un santo se equipare a Dios o que se iguale a Dios o que sea tan santo como Dios. Sólo Dios es bueno, porque de Él procede toda bondad y Él inspira y acompaña nuestro buen obrar.

Nosotros los cristianos adoramos a Dios, y a una persona -por más santa que sea- no la adoramos, sencillamente la veneramos, la admiramos, nos encomendamos a ella y le damos gracias porque es un estímulo y nos dice, con su testimonio de vida, que es posible hacer la voluntad de Dios, que es posible estar en comunión con Dios.

Cuando la Iglesia beatifica a alguien, lo que hace es declarar que es un bienaventurado, un beato, una persona feliz por su fidelidad a Dios y que, en consecuencia, goza eternamente de Dios.

Cuando la Iglesia canoniza, no está "santificando" a alguien, sencillamente lo que hace es declarar que esa persona está en Dios, testifica que esa persona está salvada y la propone como ejemplo de vida cristiana.

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