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Cómo san David Uribe Velasco bendijo a sus asesinos

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Jaime Septién - publicado el 12/04/15

La inspiradora muerte de un sacerdote mexicano mártir por rechazar adherirse a la Iglesia cismática

La rebelión popular en contra de las leyes antirreligiosas decretadas por el gobierno mexicano presidido por el general Plutarco Elías Calles (1924-1928), conocida ya universalmente como “La Cristiada” (nombre que le dio el historiador de este movimiento, Jean Meyer), trajo a México una gran cantidad de mártires, sacerdotes, laicos, religiosas, religiosos…

David Uribe Velasco, a quien se conmemora en el santoral el día de hoy, nació en Buenavista de Cuéllar, Guerrero, el 29 de diciembre de 1888. Muy joven todavía hacia 1902, se matriculó en el Seminario Conciliar de Chilapa, al cual pertenecía la parroquia que lo vio nacer.

“Ocurrente sin ser grosero o insidioso, unió su índole inquieta a una sólida piedad. Despierto y dedicado, alcanzaba sin engreimiento los primeros lugares en concursos y exámenes públicos”, dicen sus biógrafos que fue David en su etapa de seminarista, talante que conservó toda su vida, hasta el momento mismo de su martirio, ocurrido en los años más duros de la persecución religiosa.

Se ordenó presbítero el día 2 de marzo de 1913, en medio de la Revolución Mexicana (1910-1917); y de inmediato se le envió a misionar al Estado de Tabasco, “que tenía relajadas costumbres, vicios e impiedad”. Poco después se le nombra párroco del pequeño poblado de Zirándaro, en el propio Estado de Guerrero.

La Revolución le impidió desarrollar su ministerio en ese lugar. De nuevo en Chilapa, durante cinco meses prestó servicios en la catedral y en el seminario hasta que en 1917 se le nombra párroco de su pueblo natal, conquistando en poco tiempo el cariño de su feligresía. En 1922 pasó a Iguala, ahí mismo en Guerrero.

Se suspendió el culto público por parte de los obispos mexicanos, en protesta por la llamada “Ley Calles”. Esta impedía, prácticamente, la existencia de la Iglesia católica y sancionaba cualquier expresión de fe. El 1º de agosto de 1926, desalojaron al padre David del curato, hospedándose desde entonces en un domicilio particular de Iguala.

A fines de 1926, regresó a Buenavista, su pueblo natal, pero también las circunstancias le fueron adversas, decidiéndose a partir a la Ciudad de México.

En febrero de 1927, ansioso de regresar a su parroquia, escribió: “Si la situación se prolonga me iré; poco importa que mi sangre corra por las calles de la histórica ciudad de Iturbide (Iguala)”. Al día siguiente consignó: “Fui ungido por el óleo santo que me hizo ministro del Altísimo. ¿Por qué no ser ungido con mi sangre en defensa de las almas redimidas con la sangre de Cristo? Este es mi único deseo, éste mi anhelo”.

El 7 de abril de 1927, dispuso su regreso a Iguala. En el ferrocarril un militar lo invitó a pasar al carro del general Adrián Castrejón, quien, apenas lo tuvo junto a sí, le propuso adherirse a la Iglesia cismática (que, recientemente, había fundado el general Calles y “nombrado” patriarca de la “Iglesia católica, apostólica y mexicana” a un sacerdote oaxaqueño de nombre José Joaquín Pérez, conocido como “El patriarca Pérez) a cambio de apoyo y libertad.

Pero el padre David rechazó las ofertas una tras otra, hasta que, muy molesto, el militar decretó su aprehensión, que en ese momento significa, sin juicio ni nada, pena de muerte por ser “enemigo de la patria”. La noche del lunes 11 de abril de 1927, incomunicado y aherrojado, escuchó la sentencia de muerte.

Se le permitió escribir esta despedida: “Declaro ante Dios que soy inocente de los delitos que se me acusa. Estoy en las manos de Dios y de la Santísima Virgen de Guadalupe… perdono a todos mis enemigos y pido a Dios perdón a quien yo haya ofendido”.

A las tres de la madrugada del día siguiente, una escolta lo trasladó al kilómetro 168 de la carretera de Iguala  a México. Al pisar tierra se arrodilló para orar, al incorporarse dirigió a sus verdugos estas palabras: “Hermanos, hínquense que les voy a dar la bendición. De corazón los perdono y sólo les suplico que pidan a Dios por mi alma. Yo en cambio, no los olvidaré delante de Él”.

Dicho lo anterior distribuyó entre ellos sus pertenencias. Uno de la escolta le disparó a la cabeza, quitándole al instante la vida. Sus restos descansan en la iglesia parroquial de su pueblo natal, Buenavista de Cuéllar.

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