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Políticas de conciliación: La clave que logrará su efectividad

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Feliciana Merino Escalera - publicado el 10/04/15
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¿Por qué la mayoría de medidas de conciliación se dirigen sólo a la mujer? Sólo funcionarán las que se dirijan a la familia como unidad
Es un hecho constatable que las políticas de conciliación están cada vez más lejos de conseguir su objetivo y los datos aquí son terminantes.

Por un lado tenemos el descenso de la natalidad y el aumento de las familias monoparentales -bien porque en el último tercio de siglo haya crecido notablemente el número de divorcios y separaciones, bien porque han decrecido los matrimonios- y, por otro, que según los informes de centros como el Eurostat (la oficina estadística de la Comisión europea que ofrece datos macro-económicos y sociales sobre los estados miembros de la Unión) las parejas con ingresos provenientes de ambos cónyuges han aumentado un 12% en los últimos ocho años.

Con todo esto no nos queda sino intuir que las mujeres que se están incorporando al mundo laboral lo hacen a costa de renunciar o retrasar la maternidad.

Otro dato nada irrelevante es que en las empresas, los porcentajes de presencia femenina son todavía muy inferiores a los de los varones, con lo que viene siendo generalizado el que los empleados sean hombres que representan la única fuente de ingresos para sus familias y cuyos horarios no les permiten ser una ayuda real y efectiva en las labores domésticas y en la atención y cuidado a su descendencia.

De hecho, algunas de las empresas más recientes, en sectores tan innovadores como las últimas tecnologías (Twitter, Facebook, etc.), no sólo no parecen tener conciencia de esta situación, sino que discriminan a la mujer de forma directa, no permitiendo su acceso a puestos de responsabilidad o retribuyendo peor a las que lo consiguen.

Como muestran los estudios y estadísticas (como los del Instituto Nacional de la Juventud), los jóvenes sienten como factores amenazantes para su futuro, entre otros, el contexto económico de la crisis, con la subsiguiente precariedad en las condiciones de trabajo (contratos de prácticas, poca estabilidad, temporalidad y salarios mínimos) y la ausencia de políticas efectivas para conciliar la vida laboral y familiar.

De estos resultados no podemos concluir que las mujeres tengan una mayor libertad objetiva para cumplir su vocación de ser madres sin tener que abandonar por ello su desarrollo profesional.

Su incorporación al trabajo, junto al retraso de la edad para la maternidad y la caída de la natalidad, nos hacen presagiar lo peor: su vida profesional crece a costa del abandono de la vida familiar.

¿Qué está pasando realmente?

A pesar de que fueron muchas las empresas que se lanzaron a la promoción de las medidas para el logro de la igualdad de género, comienza a ser frecuente un modelo de política empresarial que presiona a la mujer para que renuncie o retrase el momento de tener hijos.

Las corrientes que el liberalismo propone están dejando de lado la conciliación justo porque predomina una visión donde somos exactamente iguales que los hombres, ejercemos nuestra profesión con los mismos parámetros y en consecuencia no existe ninguna diferencia de valor en el modo de trabajar.

Sólo encontramos una dificultad real: la maternidad. De hecho, muchas firmas ofrecen ya diversas técnicas, como el pago de la congelación de óvulos a sus empleadas, lo que al final se convierte en una medida de presión para las que no quieran acogerse a estas "ofertas", siendo obligadas a elegir entre ser madres o mantener su puesto de trabajo. 

El principal obstáculo es que las medidas de conciliación -a través de un discurso igualitarista que pretende equiparar a la mujer con el hombre desde una visión masculinizante de la sociedad- sólo se dirigen a la mujer, o casi exclusivamente a ella, con una conciencia clara y distinta que la señalan como única responsable de la crianza de la prole
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Para que nos entendamos: que las políticas predominantes basadas en la igualdad absoluta entre los sexos son ideológicamente machistas.

El resultado es que el padre termina siendo un mero colaborador, si acaso. Y a la mujer se la transforma en una especie de superwoman que tiene que llegar a todo (tanto en lo laboral como en lo familiar) si quiere permanecer en condiciones de paridad en el mercado de trabajo.

No sólo eso, sino que tendrá que demostrar su soltura y desparpajo para que apenas se note que tiene una familia, que tras su jornada laboral tendrá que estar en el supermercado a las tres de la tarde y cuando llegue a casa, ya casi de noche, tendrá que afanarse con premura y eficacia en la cocina, limpieza y atención a los hijos, suponiendo además que al final del día estará descansada y con una presencia intachable si le quedan fuerzas para estar a solas con su marido.  

Y al día siguiente -tras dejar a los niños en la escuela con desayuno incluido, servicio de comedor y actividades extraescolares a mansalva para que pueda coincidir el horario de ellos con el suyo-, como si fuese soltera, sin hijos y con 30 años, volverá al trabajo con la obligación de ser y rendir igual que un hombre.

¿Qué quiero decir con esto? Que la necesidad de armonizar trabajo y familia no nos afecta sólo a nosotras.

Si deseamos una real y efectiva conciliación, y con ello una verdadera igualdad en estos ámbitos, se precisará una cultura en la que el hombre asuma su papel en la crianza de los hijos y un cambio profundo en los roles de cara al reparto de las tareas domésticas, desde la hipótesis de que la mujer es insustituible como madre y el hombre lo es también como padre.

Sin embargo, en nuestras sociedades asistimos cada vez más de continuo a una creciente abdicación por parte de ambos de su vocación como padres y madres: la mujer, porque acaba pensando que es mejor renunciar a la maternidad; el hombre, porque cada vez está más ausente al tener que cumplir las prerrogativas y horarios leoninos que se le exigen y que él, sintiéndose el sostén de su prole, considera una obligación no sólo profesional sino moral.

La idea entonces es más que sencilla: sólo funcionarán las políticas de conciliación si se dirigen a la familia como unidad y no a los individuos que la forman por separado.

De esta manera serán los cónyuges de mutuo acuerdo los que gestionarán el tiempo de las bajas o la adecuación de sus horarios laborales y demás medidas de conciliación de que dispongan atendiendo a la situación concreta que ellos viven y conocen mejor que nadie.

¿Quién tendrá que asumir los costes de este modelo? La sociedad en su conjunto, tomando como criterio básico que la familia y la maternidad son un bien fundamental, lo que hace necesario dar facilidades a las empresas para que puedan adaptar sus procesos internos y cargas laborales con los menores problemas posibles.

Sí, he dicho bien, no me parece que podamos defender que el peso de la conciliación haya de recaer sólo sobre las empresas, ni tampoco sobre las familias (que al final se traduce en  su decisión sobre tener o no tener hijos), sino que es el Estado el que ha de ejercer su función asistencial y abandonar los discursos igualitaristas andróginos que hasta ahora sólo han sido flatus vocis (palabras huecas).

Por ejemplo, una medida importante que contribuye al bien del matrimonio y los hijos, y también al de las propias empresas, sería ampliar la duración de las bajas por maternidad y paternidad que el Estado ha de asumir, haciendo razonable la contratación de un trabajador para cubrir el puesto de trabajo, o permitiéndoles disponer de más tiempo para formar al nuevo empleado según los criterios requeridos.

Ello supondría también, además de favorecer la natalidad, un impulso a las bolsas de trabajo para repartir el empleo con más justicia y así ayudar a una formación de calidad y a la adquisición de experiencia profesional.

Igualmente se neutralizarían las consecuencias negativas que producen las dificultades para compaginar el trabajo y la familia: el estrés, la insatisfacción laboral o la menor productividad.

En realidad estos últimos problemas no tienen en cuenta un elemento del que parece que no queremos ser conscientes, y es que vivimos en una realidad finita en la que no sólo no somos héroes ni heroínas, sino sujetos con límites que deseamos que nuestra vida se cumpla y, al mismo tiempo, poder darnos a los demás sin que esto suponga que nuestro yo se rompa en mil pedazos. 

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