Disney vuelve a adaptar el clásico de Perrault
Si hace unas décadas alguien le hubiera dicho al director británico Kenneth Branagh que se sentaría en la tradicional silla de loneta para dar la orden de “acción” y “corten” en una película con actores de carne y hueso recreando la “Cenicienta” de Perrault, el propio autor de la película que acaba de estrenar el sello Disney hubiese prorrumpido en carcajadas.
Tras haber creado diversas y exitosas adaptaciones al cine de obras de Shakespeare e incluso una tan estimable como personal versión del Frankenstein de Mary Shelley, Branagh ha sido capaz de no perder la dignidad mientras se encargaba de un remake de La huella de Joseph L. Mankiewicz, del reinicio de las aventuras cinematográficas de Jack Ryan e incluso de un superhéroe de cómic.
Pero los más avispados podrían haber intuido esas migajas de pan que marcan el camino en los cuentos antes de que se las coman los pajarillos.
La grandilocuencia de ciertas escenografías casi más propias de una ópera, el gusto barroco por un horror vacui manierista que habría mareado a más de un escenógrafo, la afición por descontextualizar historias clásicas alejándolas de lugares comunes e incluso de los más elementales puntos en contacto con la realidad (Denzel Washington como príncipe don Pedro de Aragón casi parecía predecir el cambio de raza de Nick Furia) complementan la versatilidad para ser capaz de acomodarse a las necesidades de abultados presupuestos que requieren de eficaces artesanos con reputación tras su nombre, oficio demostrable y garantía de éxito en un producto tan comercialmente rentable como creativamente poco arriesgado.
Era casi la apuesta perfecta para que la cada vez mayor factoría Disney (tras adquirir los universos creativos Marvel y Star Wars) consolidase una apuesta propia del siglo XXI: ofrecer entretenimiento basado en historias que nunca pierden vigencia y dotar a las nuevas generaciones de un renovado imaginario colectivo que revitalice el que nuestra generación comparte con la de nuestros abuelos.
Queda por ver si la fuerza expresiva y narrativa de estas versiones algo más adultas, menos inocentes y en ocasiones con un importante componente incluso de aventuras más próximo a las batallas de El Señor de los Anillos (véase Blancanieves y la leyenda del cazador o Alicia en el País de las Maravillas) son capaces de competir con la plasmación casi inaugural de las fantasías que hasta ese momento sólo habitaban la imaginación de millones de niños y que casi por primera vez cobraron vida, movimiento y voz (y hasta baile, música y canciones) con esa clásica retahila de adaptaciones cinematográficas debidas a la animación de los dibujos salidos de la mano de Walt Disney.
Puede ser irrepetible ese asombro de los niños que hace más de medio siglo asistían a un evento cinematográfico que recordaban durante años. Ahora los estímulos son más numerosos, más intensos y más frecuentes. Nos queda la esperanza de que no se pierda el mensaje que sigue estando en el fondo de las desventuras de la Cenicienta.
Tras pasar mil penurias, calamidades y abusos por parte de su cruel madrastra y sus no menos fusilables hermanastras, la recompensa a su sacrificio, en el que nunca perdió la sonrisa ni el ánimo de ayudar y complacer, no tiene el carácter material de convertirse en princesa y pasar a tener una vida acomodada.
No, su recompensa es despedirse de su madrastra, que hasta el último minuto ha tratado de amargar y hundir a la pobre Cenicienta, con la generosidad infinita de quien nunca ha dejado de ser bueno:
–Te perdono.