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Blade Runner, el valor supremo de la vida

Blade Runner

© Blade Runner

Antonio Rentero - publicado el 27/03/15

La resurrección que regresa a nuestras pantallas 35 años después de su estreno inicial

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-Es duro vivir con miedo. Eso es lo que significa ser esclavo.

Son las penúltimas palabras del replicante Roy Batty, un Nexus 6 que consigue convertirse en el auténtico protagonista de “Blade Runner”, y lo consigue en el desenlace de la película que estos días regresa a nuestras pantallas 35 años después de su estreno inicial.

Fue además una de las películas pioneras en el posteriormente popular “director´s cut”, el montaje del director que alteraba lo que los espectadores habían visto en su momento en las pantallas, más al gusto del productor y traicionando sustancialmente la visión artística del creador.

Pocas novedades pueden descubrirse a estas alturas sobre unas de las películas sobre las que más se ha escrito en la Historia del Cine, probablemente junto con “2001, una odisea del espacio”, con multitud de interpretaciones y valoraciones, pero en esta ocasión quiero detenerme en esa secuencia final que, como en esos chistes largos que necesitan de un larguísimo preámbulo, sólo tras dos horas has colocado al espectador en situación de comprender el desenlace que has preparado.

Tan alambicada puesta en escena, con coches voladores, neones, lluvia… no deja de ser una excusa no para contar la historia de un robot que no sabía que lo era sino para hurgar en la auténtica pregunta que la película quiere que nos planteemos: ¿qué valor tiene la vida?

Revestido casi de übermansch, descubrimos a un físicamente poderoso Rutger Hauer, autor indisolublemente unido a este personaje quien a lo largo del metraje se nos ha presentado primero como un enigma, posteriormente como una amenaza y a partir de cierto momento como un peligro logra en el último momento convencernos de su bondad merced a que su venganza resulta a la postre mas dolorosa que ocasionar la muerte de Dekkard, el “retirador” de replicantes al que salva de una muerte cierta.

Asistimos tal vez a un trasunto de la evolución de cierto pensamiento filosófico de los últimos siglos. Si Nietzsche mató a Dios, el replicante acaba con la vida de sus hacedores. Uno de ellos, cuya confianza se gana con artimañas satánicas veterotestamentarias (cómo no sustraernos de la inocencia casi paradisíaca de la replicante Priss, una unidad de placer cándida e ingenua) es el casi pueril J.F. Sebastian, condenado a verse rodeado de artificiales amigos defectuosos con los que sobrellevar su envejecimiento prematuro, condena quizá por atreverse a ser un dios por mor de la manipulación genética. El otro hacedor es el amo y señor de la corporación Tyrrell, industria omnipotente que sustenta su poderío sobre la base de la creación de esclavos que purgan su pecado original, carecer de empatía (como demuestra el test Voight-Kampff) pasando los 4 años escasos de vida para los que están programados trabajando en las minas del espacio.

La persecución a muerte de quien hasta ese momento era perseguidor concluye con la sorpresa de que cuando esperamos encontrar una prueba más del desprecio del replicante por la vida humana este cumple su venganza de una forma quizá más dolorosa.

Con ese ya mítico monólogo que empieza con las palabras “He visto cosas que vosotros, humanos, no creeríais” (según la traducción literal del original en inglés), y cuando alguno se preguntaba para qué llevaba ese fortachón una delicada paloma blanca en la mano, un androide creado por el hombre le demuestra a este el valor que tiene todo lo que es capaz de experimentarse en una vida.

¿No experimentan emociones? ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas, como reza el título de la novela original escrita por Philip K. Dick, en la que se basa el guión de la película? No importa: el cúmulo de todo cuanto ha pasado por los ojos, oídos, olfato, tacto… de los replicantes ha bastado para dotarlos de la memoria que en el caso de Rachael, la replicante que no sabía que lo era, es tan artificial como su vida. Pero en el caso de un replicante, que ha viajado donde los hombres no lo han hecho, que ha estado donde nosotros no nos hemos atrevido a llegar, supone además un cúmulo de recuerdos que los meros mortales como mucho podríamos imaginar.

Pero esa pregunta con la que arranca su alegato final el Nexus 6, que demuestra quizá ser moralmente superior al hombre, es lo más terrorífico de todo. En sólo 4 años de vida (período de duración de los replicantes antes de su desactivación) deben acumular lo que a un ser humano le lleva toda una vida de experiencias, pero también de miedos, porque son conscientes de la proximidad de su fecha de caducidad y saben que todo se acaba para ellos mucho antes de lo que sucede con los humanos a los que tanto se parecen.

Con la lluvia llevándose las lágrimas del replicante mientras sus portentosos recuerdos están también difuminándose, con su perseguidor comprendiendo quizá la razón de la persecución fruto de una vida artificial pero efímera, nos queda la última pregunta como espectadores: ¿tiene alma esa vida creada por el hombre? Por toda respuesta los dedos inertes del androide dejan escapar una paloma blanca que vuela hacia unas nubes que, por primera vez en toda la película, no son oscuras sino azules, como siempre debería ser el cielo.

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