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¿No me estaré acomodando en mi vocación?

Dibujo sacerdotes relajados

© J Marsh / Flickr / CC

Sacerdotes

Carlos Padilla Esteban - publicado el 25/03/15

Pensamos que hacemos todo por amor a los demás, sin darnos cuenta de cuánto nos estamos buscando

Podemos lamentarnos de que haya pocos sacerdotes, o preocuparnos porque los sacerdotes no sean tan santos como quisiéramos. Podemos quedarnos en los lamentos y no soñar más alto.

Cuando uno se decide a seguir a Jesús, como hicieron los discípulos en Galilea, se decide a pasar la vida con Él, a su lado, caminando por los caminos de la vida.

Pero a veces todo se complica y podemos perder el fuego del primer amor de la vocación. Podemos conformarnos o colocar nuestro yo en primer plano. Entonces Jesús queda a un lado. Y nosotros en el frente.

Decía el Padre José Kentenich respecto a este tipo de sacerdotes: “Es el sacerdote de plata, que trabaja heroicamente, pero en el fondo sigue siendo humano, por motivos que buscan su yo.

Quisiera hacer algo, entregar todo su fuerza vital en virtud de una cierta entrega total, pero en lo más profundo es una entrega total a la propia estimación, una entrega total a sí mismo. Francisco de Sales lo denomina gallina, un ave que vuela pero no se eleva[3].

Cuando un joven se decide por seguir el camino del sacerdocio aspira a volar y a elevarse muy alto. Aspira a lo máximo y no quiere conformarse con una vida cómoda.

Todos, sea en la vocación que sea, corremos el riesgo de acomodarnos, de vivir una vida mediocre, como las gallinas. Conformarnos con mirar el suelo y alzar la mirada al cielo de vez en cuando soñando.

Pensamos que hacemos todo por amor a los demás, sin darnos cuenta de cuánto nos estamos buscando.

Queremos soñar con lo más alto y no conformarnos. Aspiramos a un sacerdocio de oro: El sacerdote de oro es el águila. Vive el espíritu de la segunda conversión: “Entrega total de los sentidos, entrega total del entendimiento, entrega total del corazón, entrega total de la voluntad[4]. Es la vocación a la entrega total.

¡Cuántas cosas en mi alma aún no le pertenecen a Dios! Me busco y no le busco a Él. Me gustan las palabras de Eloy Sánchez Rosillo que describen la plenitud que sueño con vivir cada día:

Alguna vez alcanzan tus manos el milagro; en medio de los días indistintos, tu indigencia, de pronto, toca un fulgor que vale más que el oro puro: con plenitud respira tu pecho el raro don de la felicidad. Y bien quisieras que nunca se apagara la intensidad que vives. Después, cuando parece que todo se ha cumplido, te entregas, cabizbajo, a la añoranza del breve resplandor maravilloso que hizo hermosa tu vida y sortilegio el mundo”.

A veces podemos vivir en pequeños sorbos el oro de una vida que ama, que merece la pena, que vale. Una vida en la que Dios es el dueño. Pero puede ser que ese momento pase rápido y lo olvidemos.

Queremos vivir esa luz todos los días de nuestro camino. Es la vocación de todo cristiano, la vocación de todo hijo. Queremos tocar el fulgor de una vida plena.

Aspirar a que el amor que enciende nuestra vida nunca se apague entre los dedos. Queremos aprehender la belleza que se manifiesta en nuestra vida cuando decimos que sí cada mañana.

Es la vocación a la que todos estamos llamados. No a ver a Dios. Sí a seguir sus huellas.

El grano de trigo que no muere no da fruto. Siempre nos cuesta entender que tengamos que morir para dar vida. Es la paradoja del cristiano. Enterrarnos para ser fecundos.

A veces pensamos que la vida cristiana consiste en no pecar. Como si nos bastara con permanecer al borde da la línea que divide el bien y el mal. Con un miedo terrible a pecar, a caer.

Jesús pasó haciendo el bien. Y todos los que le siguen pasan haciendo el bien. No evitando el mal. Sino haciendo el bien. El que hace el bien construye el Reino. Siembra una semilla de esperanza. Construye un hogar donde Dios resplandece.


Los discípulos siguieron a Jesús haciendo el bien. Y fue posible porque vivieron cerca de su luz, de su amor. Estamos llamados a vivir con Él. En nuestras obras, en nuestros gestos, lo conocerán a Él.

Su amor hasta dar la vida nos mueve a nosotros a dar la vida con Él. Ver a Jesús es seguirle y arriesgar la vida a su lado. La vocación del cristiano es a estar con Él. Y estando a su lado, pasamos haciendo el bien.

La vocación sacerdotal nos llama a dejarlo todo para seguirle a Él. Renunciar a mi propio yo por vivir en Él. Por eso no es suficiente con verlo. No basta para querer dar la vida a su lado.

Es necesario dar un paso más y seguir sus pasos. Es necesario vivir como Él, servir como Él, amar como Él. Y seguirle siempre hasta el final. Aunque surjan los miedos y las dudas.

Él no nos deja, no nos abandona nunca. No se desentiende de nuestras preocupaciones. No es indiferente ante nuestro dolor. Nos atrae hacia Él en medio de la oscuridad. Estar con Él es el sentido de nuestro camino

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