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Las letanías de la humildad

la mano de una estatua pidiendo

© Jeff Kubina

Carlos Padilla Esteban - publicado el 21/03/15

¿Estás apegado a las cosas materiales, a seguridades, a la vida?

Quisiera ser un pobre de Dios, un pobre amado por Dios. Me gustaría tener un corazón pobre como el suyo, un corazón que se abandona en las manos de Dios.

La palabra Anawin hace referencia a los pobres de Yahveh. En lengua aramea significa: “Hombre pobre, cuya única riqueza es tener a Dios. Que cree radicalmente en Él y, teniéndolo en su ser, le basta para sobrevivir”.

Son los pobres de Yahveh, es el pueblo escogido por Dios, su pueblo amado. Son los que se abandonan en las manos de un Dios Padre que los ama con locura. A ese pueblo pertenecían María y Jesús. Ellos eran pobres de corazón.

Me gustaría tener un corazón pobre como el de los anawin, que vivían entregados a Dios por entero. Un corazón sin derechos ni pretensiones. ¡Qué lejos de eso me encuentro tantas veces!

María es la pobre del Señor. Ella vivió sólo para Él. Dice Ignacio Larrañaga: “María toma la actitud típica de los Pobres de Dios: llena de paz, paciencia y dulzura, toma las palabras, se encierra en sí misma, y queda interiorizada, pensando: ¿Qué querrán decir estas palabras? ¿Cuál será la voluntad de Dios en todo esto?»[1].

María acoge la palabra de Dios vacía de sí misma, como una niña pobre. Ella es la hija pobre de Dios, la niña que sólo confía y espera.

En la vida estamos llenos de tantas cosas. Somos demasiado ricos. Muchas cosas materiales nos atan.Dejamos de ser pobres porque nos apegamos a la vida, a los bienes, a las seguridades. Dejamos de ser pobres de espíritu, pobres de Dios, porque no confiamos.

No tenemos la mirada de aquellos que nada poseen, que creen contra toda esperanza, que confían y sueñan aunque lo estén perdiendo todo.

María se abandona en la anunciación y se vuelve a abandonar cada día caminando hacia el monte Calvario. Encuentra a Dios en el silencio de su corazón, vacía de ruidos y de miedos. Hace realidad la promesa de Dios a su pueblo: “Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”.

María se hace propiedad completa de Dios, llena de gracias. Sólo Él será el guardián de su vida. En silencio abraza a Dios. Se desposa con aquel que ama su vida con locura. Todo es suyo.

No es fácil ser pobre de espíritu. Tenemos pretensiones y deseos. Somos demasiado ricos. Estamos demasiado llenos. Como aquel joven rico que no quería seguir a Jesús dejándolo todo. Quería seguirle, quería ser santo, pero no quería renunciar a nada.

Tenemos muchos deseos nobles y buenos. Nos gustaría plasmar con nuestra vida la tierra que pisamos. Queremos dejar huella, echar raíces, sembrar esperanzas, construir hogares, levantar puentes y hacer las cosas dejando en ellas nuestra impronta.

Es todo muy humano. Es todo muy de Dios. Porque Dios nos ha creado con ese deseo en el corazón. Con el deseo de alcanzar las cumbres más altas, con el deseo de dar la vida por amor a los que pone en nuestro camino.

Así como el egoísmo nos pesa, la generosidad nos da alas. Dios nos ha elegido como su pueblo sabiendo nuestras fortalezas, conociendo nuestras debilidades. Somos sus anawin, somos sus pobres de espíritu. Tenemos la vocación de vaciarnos para volvernos a llenar de Él. Sólo de Él. Pero vaciarnos no es tan fácil.

Merry del Val escribía unas letanías de la humildad que siempre me han conmovido:

Del deseo de ser alabado, honrado, aplaudido, preferido a otros, consultado, aceptado, líbrame Jesús.

Del temor de ser humillado, despreciado, reprendido, calumniado, olvidado, puesto en ridículo, injuriado, juzgado con malicia, líbrame Jesús.

Que otros sean más estimados que yo, que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse, que otros sean preferidos a mí en todo, dame la gracia de desearlo”.

Expresan el deseo de ser pobres y humildes. ¡Cuánto nos cuesta renunciar, pasar desapercibidos, ser invisibles para el mundo!

No siempre que somos humillados crecemos en humildad. Es verdad que parece el camino más rápido. Pero a veces no lo es. Echamos la culpa a los que nos humillan, nos rebelamos con amargura por la injusticia, nos cerramos en nuestra coraza porque no queremos ser heridos, humillados, despreciados.

Vivir la humillación como camino para crecer en humildad es una gracia, un don. Me gustaría vivir esta pobreza de espíritu, esa humildad que es un camino de vida.

Me gustaría vivir desprendido de mis deseos y sueños, de mis aires de grandeza y expectativas. Estar dispuesto a perderlo todo por amor a Jesús, sólo por seguirle a Él.


[1] Ignacio Larrañaga,
El silencio de María

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