¿Dónde está esa cruz que no puedo mirar fijamente? Damos un ‘sí’ voluntariamente ante todos los desengaños de nuestra vida
Cristo ha venido a salvar y no a juzgar al hombre: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.
La alegría brota cuando nos sentimos salvados y no juzgados por nuestras obras. Dios es el que desea nuestra salvación. Ha venido a salvarnos para la eternidad.
Sus caminos y sus tiempos muchas veces no los conocemos. No comprendemos su aparente ausencia. En nuestro dolor nos rebelamos porque queremos ser siempre felices.
Hoy nos detenemos a mirar la cruz de Jesús, a mirar nuestra propia cruz. Eso nos salva: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna”.
Queremos mirar cara a cara lo que nos hace sufrir. El otro día leía: “Conectar con el propio dolor y con el dolor del mundo es la única forma, demostrable, para derrocar al principal de los ídolos, que no es otro que el bienestar. Para lograr tal conexión con el dolor es preciso hacer exactamente lo contrario a lo que nos han enseñado: no correr, sino parar; no esforzarse, sino abandonarse; no proponerse metas, sino simplemente estar ahí”[5].
El pueblo judío atravesó el desierto durante cuarenta años. En ese éxodo hubo una plaga de serpientes. Los enfermos que miraban el estandarte elevado por Moisés quedaban sanados.
Era la figura de una serpiente. ¡Qué raro que una serpiente cure a otra serpiente! Jesús conocía las escrituras desde niño. Las había repetido en voz alta y en su corazón.
Una noche le habla de su cruz a Nicodemo. Cuando sea elevado sobre la tierra, desde el madero, cuando lo prendan, le hagan callar, lo juzguen injustamente y lo claven… entonces, el que lo mire, quedará sano.
Nicodemo se acordaría de todo esto en el juicio cuando luchó por su inocencia, se acordaría arrodillado al pie de la cruz, se acordaría en la tumba con tristeza.
Me conmueve que Jesús sane desde la cruz. Igual que me llama la atención que la serpiente cure la picadura de serpiente. ¿Cómo puede un herido sanar a otro herido? Para curar hace falta poder, fuerza, salud.
¿Cómo es posible que sane Jesús, impotente, moribundo y atado? ¿Clavado, herido y sediento? El que lo mire en la cruz será sanado.
Ojalá sea siempre capaz de mirar a Dios detrás de ese hombre coronado de espinas. De ver en sus manos clavadas la liberación de las mías. Y en sus pies atados la desatadura de los míos. Ese es el milagro.
A veces pensamos que Dios sana nuestras heridas con su poder, con su omnipotencia, con sus milagros. Pero no, las sana desde la cruz, desde mi cruz. Sosteniéndome. A mi lado. Sufre conmigo. Me ama y se deja clavar por mí.
Y si soy capaz de mirarlo, si soy capaz de besar sus pies, de tocar su costado, si soy capaz de mirar más allá de mí mismo -más allá de mi cruz y de mis problemas- y puedo ver a Jesús elevado en la cruz de mis hermanos, en la cruz de los que están a mi lado, entonces, quedaré sanado. Por sus heridas quedaré sanado. Su impotencia es su mayor poder. Su fragilidad es su mayor fuerza.
Jesús pasó por la tierra haciendo el bien, curando a enfermos, realizando milagros. Muchos que lo tocaban quedaban sanados. Y Jesús dice que es el amor crucificado lo que sana hasta el fondo.
Por eso nos detenemos en esta Cuaresma ante nuestro dolor, ante lo que nos hace sufrir, ante esa cruz que nos duele en lo más hondo. ¿Cuál es la cruz que más me cuesta besar en mi vida? ¿Dónde está esa cruz que no puedo mirar fijamente?