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El Papa Francisco en estos días de Cuaresma nos habla de la indiferencia: "Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás, no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos ni las injusticias que padecen. Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien".
La indiferencia de los hombres es lo que le duele más a Jesús. Esa actitud indolente ante el dolor de los hombres. Sufre. Es un dolor profundo. Hondo. Son lágrimas de impotencia.
Quiere limpiarlo todo, cambiarlo todo, acabar con todas las injusticias. El celo por el reino de Dios. El celo por la vida en plenitud. Se lo ofrece todo a los hombres y lo rechazan.
También yo me alejo y no soy consciente de lo que puedo cambiar con mi vida. No soy capaz de salir de mí mismo. Me resulta indiferente el dolor de tantos. Pero Él me espera cuando pido perdón y vuelvo a Él.
A veces me creo salvado, seguro de mí mismo, mejor que muchos. ¿Qué hace Jesús cuando ve que mi corazón se endurece y no quiere acoger la misericordia ni ser misericordioso? Se siente impotente frente a mí.
A Él le duele el alma al ver mi indiferencia, mi egoísmo, mi injusticia. Le duele cuando nos cerramos en el orgullo. Llora lágrimas como lo hizo ante Jerusalén cuando veía con dolor que sus hermanos rechazaban su amor.
Llora como debió llorar ante Pedro al negarle tres veces. Llora como lloró en Getsemaní al no ser capaz de comprender tanta frialdad como respuesta al amor recibido.
Jesús me mira hoy como miró a Pedro, como miró a los que estaban en el templo. Le conmueve mi debilidad. Le conmueve la cerrazón de mi alma. Él conoce el corazón del hombre y sabe que hay más luz que oscuridad, más amor que odio.
Pero le duele la omisión, la falta de amor, la falta de entrega. Le duele cuando el hombre busca su propia gloria pretendiendo servir a Dios. Cuando se erige en Dios y juzga a otros hombres.
Desea la actitud de querer entregarlo todo. Sólo así tiene sentido vivir, si lo damos todo. La vida en Dios tiene sentido si nos vaciamos, si nos abrimos y no nos reservamos egoístamente.
Jesús se conmueve ante el corazón partido, ante la vida derramada. Sufre con dolor y llora ante el corazón endurecido. ¿Cómo es mi corazón?
Sabemos que las pasiones en el corazón del hombre no son moralmente malas ni buenas. Son pasiones, pulsiones, fuerzas. Lo importante es cómo canalizamos normalmente las pasiones, la fuerza que brota en el interior del corazón.
Sabemos que la ira no nos hace bien. Aumenta el odio en el corazón y puede provocar daños en los que nos rodean, daños que a veces son difícilmente olvidados.
El otro día leía una referencia de san Juan Crisóstomo: "La ira es para el alma una especie de veneno mediante el cual el diablo la va corroyendo cruelmente por dentro. El recuerdo de las injurias, el resentimiento y sobre todo el rencor son como un veneno que se introducen fácilmente en cada una de las partes del alma y emponzoña el corazón"[4].
La ira envenena el alma. Nos hace daño. Nos quita la paz. La ira corrompe nuestra semejanza con Dios. Nos quita la calma. Aniquila la alegría. Hace que dejemos de ser niños inocentes y puros.
Decía Nelson Mandela: "El amor es más natural al corazón humano que su opuesto, el odio".
El hombre, cuando logra liberarse de su egoísmo y su orgullo, cuando no se deja llevar por el dolor de la ofensa recibida, cuando cambia la perspectiva desde la que mira las cosas, cuando perdona y no guarda rencor, puede llegar a vencer el odio con su amor.
Siempre es más fuerte el amor. Jesús lo hizo así. Amó hasta el extremo. Es más fuerte en su vida el amor que la rabia.