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​Cómo mi relación con Dios determina mis relaciones con los demás

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Freedom © BABAROGA / Shutterstock

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/03/15

El amor crea lazos humanos que nos llevan hasta Dios, sin amor pasamos de ser peregrinos a ser errantes

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La Cuaresma me invita a subir el monte. A tomar altura. Subir siempre exige esfuerzo. Pero luego, en lo alto, el corazón se ensancha, se hace grande. La mirada se amplía, dejo de mirar el suelo, o los agobios del momento.

Dejo de pensar sólo en mí mismo. En mi corazón mezquino y pequeño. Dejo de desconfiar de la vida y de los hombres. Deja de importarme lo que los demás ambicionan.

Miro con pureza, como decía la Madre Teresa de Calcuta: "Un alma sincera consigo misma nunca se rebajará a la crítica. La crítica es el cáncer del corazón"

Y sólo critica el que no se siente en casa, el que no tiene raíces ni hogar, el que no se sabe amado. Una persona me comentaba: "La cena mereció la pena. No se criticó a nadie". 

No necesita criticar, ni hablar mal de nadie, el que tiene paz, el corazón anclado, tranquilo. ¿En mi mesa familiar se critica o nos sentimos siempre en casa? No necesita criticar el que puede decir cada día: "¡Qué bien estamos aquí!". En esta vida, en esta tierra, con estas personas, con esta misión.

Quisiéramos tener ese corazón de niño. Un corazón confiado y alegre, abierto y seguro. Ese corazón al que nadie aún le ha fallado. O si lo ha hecho, ya lo ha olvidado, o no lo ha visto, o no le importa. Queremos aprender a descansar en Dios. Allí deberían estar siempre nuestras raíces.

Decía el Padre José Kentenich: "¿Dónde está mi hogar? Me gustaría tener una vigorosa y alegre conciencia de hogar, un ardiente deseo, un deseo profundo de volver al Padre.

Nuestra alma no está tranquila hasta que no se sienta en casa. Somos ciudadanos del cielo y no de la tierra. ¡Nuestra vida está en el cielo!

Mientras más pueda sentirme en casa, tanto mejor estaré preparado para ofrecer un hogar a otras personas. Y el hombre de hoy que no tiene un hogar, que no tiene raíces, necesita personas que puedan proporcionarle un hogar.

Yo me siento bien junto a una persona que percibo que está unida a Dios.Mientras más sienta a Dios como mi hogar, tanto mejor puedo ofrecer un hogar para otras personas: para personas desarraigadas, para todas las personas sobre las que tengo alguna responsabilidad"[1]

Cuando vivimos anclados en el cielo nos es más fácil ser hogar para otros. Hay muchas personas sin hogar que necesitan encontrar un Tabor en sus vidas. Hacen falta personas que sean hogar, casa, un trozo de paraíso en el que recuperar fuerzas.

Comenta el Papa Francisco: "Una de las enfermedades que veo más extendidas es la soledad, propia de quien no tiene lazo alguno

El hombre corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer. Preocuparse de la fragilidad, de la fragilidad de los pueblos y de las personas". 

De eso se trata. Queremos que muchos puedan, en su vulnerabilidad, encontrar un seguro. En nuestra vida muchos podrán descansar si nos dejamos habitar por Dios y por los hombres.

Somos peregrinos en esta tierra. Somos constructores de casas. Estamos de paso y echamos raíces al mismo tiempo. Hacemos planes, soñamos, trabajamos mucho, con esfuerzo, planificamos y deseamos. Construimos hogares. Trazamos caminos.

Somos peregrinos. Somos hombres vinculados. Decía el Padre Kentenich: "¿Qué significa esa conciencia de peregrino? Ella no permite que seamos esclavos de las cosas del mundo, nos da fuerzas para sumergirnos en lo divino, en la patria original, en Dios"

[2]. Esa conciencia nos permite soñar con las alturas. Con una vida mejor. Con un amor más grande.

Me gusta la imagen del peregrino. Sabe dónde está su meta definitiva. Sueña con llegar pero ama la tierra que pisa. Hace de esta tierra su hogar no permanente. Porque sabe que el cielo es su hogar definitivo.

Pero no deja por ello de echar raíces. De involucrarse con las personas. De cuidar a los débiles. De abrir sus entrañas de misericordia para que muchos puedan sentirse acogidos. De amar sin temer el vínculo.

Hoy hay tantas personas que temen el compromiso permanente. Buscan amores que no comprometan la vida para siempre. Viven sin atarse, sin echar raíces. Hay mucho miedo a perder la libertad.

Con ello logramos que cada vez más muchas personas vivan desvinculadas, sin raíces, sin hogar. Nos puede pasar a todos. ¿Dónde tengo puestas mis raíces? ¿En qué vínculos humanos descanso y recupero las fuerzas?

Soñamos con llegar a ser hombres vinculados, arraigados en lo más divino y en lo más humano. El vínculo es lo que sana el corazón.

Decía Candela Duato: "Vivimos en un momento en el que el amor se considera algo para débiles. Desde el comienzo mismo de una relación, nos da miedo demostrarle a la otra persona cuánto nos importa. Nos han enseñado a esconder todo sentimiento, porque tenemos un miedo enorme a la vulnerabilidad".

Nos da miedo mostrarnos necesitados y dependientes. Queremos ser libres y autónomos, fuertes. Nos enorgullece no necesitar a nadie en esta vida.

Muchas personas entienden el compromiso como una atadura que esclaviza y limita su libertad. Sin vínculos no es posible hacer hogar. Sin vínculos estables y sólidos la vida nos hace errantes, pero no peregrinos.

Y el hombre errante es el que no ama, el que no necesita, el que no se da. Porque todo amor ata, vincula y une. El amor crea lazos humanos que nos llevan hasta Dios.

Necesitamos amar y ser amados, aunque nos cueste tanto reconocerlo. Es la necesidad más verdadera del corazón. No es señal de vulnerabilidad, al contrario, es señal de sanidad.

Tenemos un alma sana cuando no nos cuesta amar y decirlo. Necesitar y hacérselo ver a la persona a la que amamos, es el camino para tener una vida sana y feliz.

El amor nos purifica, no nos debilita. Al contrario, nos hace más fuertes, más capaces de darlo todo, más seguros por los caminos. Los vínculos nos dan serenidad y hondura. No hay una vida sana donde no hay amor.

El amor purifica la tierra del corazón. La hace fecunda y fuerte. Ensancha el corazón y lo capacita para amar más, a más personas. Cuanto menos amamos, menos capaces somos de amar.

No podemos dar hogar a nadie si antes nosotros no estamos anclados en ninguna tierra. ¿Cómo es la profundidad de nuestros vínculos? ¿Nos da miedo atarnos de verdad?

A veces tememos crear expectativas que no podamos cumplir. Nos asusta que puedan exigirnos más de lo que estamos dispuestos a dar. Nos da miedo no ser fieles a nuestros compromisos.

El gran desafío de nuestra vida pasa por el amor, por la entrega, por la generosidad. A la hora de la verdad nos medirán por nuestros actos de amor. Por nuestro amor que es capaz de darlo todo sin esperar reconocimiento en la entrega.

Importan menos nuestras faltas que nuestras omisiones en el amor. Importa más esa incapacidad para dar la vida, para renunciar por amor a otro. La mayoría de nuestras faltas vienen por omisión. Dejamos de cuidar, de amar, de escuchar, de hablar. Dejamos de regar el amor que Dios pone en nuestras manos.


[1] J. Kentenich, Vivir con alegría
[2] J. Kentenich, Vivir con alegría

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